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martes, 19 de noviembre de 2013

LIBRO: Qué es una Constitución

Libro ¿Qué es la constitución? Fernand Lasalle
INDICE
I Conferencia pronunciada en Berlín durante abril de 1862.
¿Qué es una Constitución?
Ley y Constitución.
Los factores reales de poder.
La monarquía.
La aristocracia.
La gran burguesía.
Los banqueros.
La conciencia colectiva y la cultura en general.
La pequeña burguesía y la clase obrera.
Los factores de poder y las instituciones jurídicas. La hoja de papel.
El sistema electoral de las tres clases.
El senado o cámara señorial.
El Rey y el ejército.
Poder organizado e inorgánico.

II Algo de historia constitucional.
Constitución feudal.
El absolutismo.
La revolución burguesa.

III El arte y la sabiduría constitucionales.
Lo que debió hacerse el 48.
Consecuencias.
El desplazamiento de los factores reales de poder.
Cambios en el papel.
La Constitución vigente deshauciada.
Conclusiones prácticas.

¿Y ahora? Conferencia sobre problemas constitucionales celebrada en noviembre de 1862.
La verdad de la teoría confirmada por los adversarios.
Las violaciones de la Constitución. Práctica del derecho constitucional.
Medios defensivos.
Objetivo de la lucha: el derecho de aprobación de los presupuestos.
La denegación de impuestos.
El ejemplo de Inglaterra.
El caso de Prusia.
Proclamar la realidad de lo que es.
El seudoconstitucionalismo.
¡Obligad al absolutismo a quitarse la careta!
Gobierno y pueblo.
La situación financiera.
La fuerza de la verdad.
El pasado.
¡Nada de pactos!

Carta abierta.
Derecho y poder.
Notas.
Señores:
Se me ha invitado a pronunciar ante vosotros una conferencia, para la cual he elegido un tema cuya importancia no necesita encarecimiento, por su gran actualidad. Voy a hablaros de problemas constitucionales, de qué es una Constitución.
Pero antes de nada, quiero advertiros que mi conferencia tendrá un carácter estrictamente científico. Y sin embargo, o mejor dicho, precisamente por ello mismo, no habrá entre vosotros una sola persona que no sea capaz de seguir y comprender, desde el principio hasta el fin, lo que aquí se exponga.
Pues la verdadera ciencia, señores -nunca está de más recordarlo- no es otra cosa que esa claridad de pensamiento que, sin arrancar de supuesto alguno preestablecido, va derivando de sí misma, paso a paso, todas sus consecuencias, imponiéndose con la fuerza coercitiva de la inteligencia a todo aquel que siqa atentamente su desarrollo.
Esta claridad de pensamiento no reclama, pues, de quienes escuchan ningún género de premisas especiales. Antes al contrario, no consistiendo, como acabamos de decir en otra cosa que en aquella ausencia de toda premisa sobre la que el pensamiento se edifica, para alumbrar de su propia entraña todos sus resultados, no sólo no necesita de ellas, sino que no las tolera. Sólo tolera y sólo exige una cosa, y es que quienes escuchan no traigan consigo supuestos previos de ningún género, ni prejuicios arraigados, sino que vengan dispuestos a colocarse frente al tema, por mucho que acerca de él hayan hablado o discurrido, como si lo investigasen por vez primera, como si aún no supiesen nada fijo de él, desnudándose, a lo menos por todo el tiempo que dure la nueva investigación, de cuanto respecto a él estuviesen acostumbrados a dar por sentado.

1.- ¿QUÉ ES UNA CONSTITUClÓN?
Comienzo, pues, mi conferencia con esta pregunta:
¿Qué es una Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Por todas partes y a todas horas, mañana, tarde y noche, estamos oyendo hablar de Constitución y de problemas constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en las tabernas y restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las conversaciones.
Y, sin embargo, formulada en términos precisos esta pregunta: ¿En qué está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitucíón? mucho me temo que, entre tantos y tantos como hablan de ello, no haya más que unos pocos, muy pocos, que puedan darnos una contestación satisfactoria.
Muchos se verían tentados, seguramente, a echar mano, para contestarnos, al volumen en que se guarda la legislación prusiana del año 1850, hasta dar en él con la Constitución del reino de Prusia.
Pero esto no sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea, para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia, el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?
Si hiciese esta pregunta a un jurista, me contestaría seguramente en términos parecidos a éstos: La Constitución es un pacto jurado entre el rey y el pueblo, que establece los principios básicos de la legislación y del gobierno dentro de un país. O en términos un poco más generales, puesto que también ha habido y hay Constituciones republicanas: La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación.
Pero todas estas definiciones jurídicas formales, y otras parecidas que pudieran darse, distan mucho de dar satisfacción a la pregunta por mí formulada. Estas contestaciones, cualesquiera que ellas sean, se limitan a describir exteriormente cómo se forman las Constituciones y qué hacen, pero no nos dicen lo que una Constitución es. Nos dan criterios, notas calificativas para reconocer exterior y jurídicamente una Constitución. Pero no nos dicen, ni mucho menos, dónde está el concepto de toda Constitución, la esencia constitucional. No sirven, por tanto, para orientamos acerca de si una determinada Constitución es, y por qué, buena o mala, factible o irrealizable, duradera o inconsistente, pues para ello sería menester que empezasen por definir el concepto de la Constitución. Lo primero es saber en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución, y luego se verá si la Carta constitucional dcterminada y concreta que examinamos se acomoda o no a esas exigencias sustanciales. Pero para esto no nos sirven de nada esas definiciones jurídicas y formalistas que se aplican por igual a toda suerte de papeles firmaJos por una nación o por ésta y su rey, para proclamarlas por Constituciones, cualquiera que sea su contenido, sin penetrar para nada en él. El concepto de la Constitución -como hemos de ver palpablemente cuando a él hayamos llegado- es la fuente primaria de que se derivan todo el arte y toda la sabiduría constitucionales; sentado aquel concepto, se desprende de él espontáneamente y sin esfuerzo alguno.
Repito, pues, mi pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿Dónde está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitución?
Como todavía no lo sabemos, pues es aquí donde hemos de indagarlo, todos juntos, aplicaremos un método que es conveniente poner en práctica siempre que se trata de esclarecer el concepto de una cosa. Este método, señores, es muy sencillo. Consiste simplemente en comparar la cosa cuyo concepto se investiga con otra semejante a ella, esforzándose luego por penetrar clara y nítidamente en las diferencias que separan a una de otra.

I.- Ley y Constitución
Aplicando este método, yo me pregunto: ¿En qué se distinguen una Constitución y una Ley?
Ambas, la ley y la Constitución, tienen, evidentemente, una esencia genérica común. Una Constitución, para regir, necesita la promulgación legislativa, es decir, que tiene que ser también ley. Pero no es una ley como otra cualquiera, una simple ley: es algo más. Entre los dos conceptos no hay sólo afinidad; hay también desemejanza. Esta desemejanza, que hace que la Constitución sea algo más que una simple ley, podría probarse con cientos de ejemplos.
El país, por ejemplo, no protesta de que a cada paso se estén promulgando leyes nuevas. Por el contrario, todos sabemos que es necesario que todos los años se promulgue un número más o menos grande de nuevas leyes. Sin embargo, no puede dictarse una sola ley nueva sin que se altere la situación legislativa vigente en el momento de promulgarse, pues si la ley nueva no introdujese cambio alguno en el estatuto legal vigente, seria absolutamente superflua y no habría para qué promulgarla. Mas no protestamos de que las leyes se reformen. Antes al contrario, vemos en estos cambios, en general, la misión normal de los cuerpos gobernantes. Pero en cuanto nos tocan a la Constitución, alzamos voces de protesta y gritamos: ¡Dejad estar la Constitución! ¿De dónde nace esta diferencia? Esta diferencia es tan innegable, que hasta hay constituciones en que se dispone taxativamente que la Constitución no podrá alterarse en modo alguno; en otras, se prescribe que para su reforma no bastará la simple mayoría, sino que deberán reunirse las dos terceras partes de los votos del Parlamento; y hay algunas en que la reforma constitucional no es de la competencia de los Cuerpos colegisladores, ni aun asociados al Poder ejecutivo, sino que para acometerla deberá convocarse extra, ad hoc, expresa y exclusivamente para este fin, una nueva Asamblea legislativa, que decida acerca de la oportunidad o conveniencia de la transformación.
En todos estos hechos se revela que, en el espíritu unánime de los puentos, una Constitución debe ser algo mucho más sagrado todavía, más firme y más inconmovible que una ley ordinaria.
Vuelvo, pues, a mi pregunta de antes: ¿En qué se distingue una Constitución de una simple ley? A esta pregunta se nos contestará, en la inmensa mayoría de los casos: la Constitución no es una ley como otra cualquiera, sino la ley fundamental del país. Es posible, señores, que en esta contestación vaya implícita, aunque de un modo oscuro, la verdad que se investiga. Pero la respuesta, así formulada, de una manera tan confusa, no puede satisfacemos. Pues inmediatamente surge, sustituyendo a la otra, esta interrogación: ¿Y en qué se distingue una ley de la ley fundamental? Como se ve, seguimos donde estábamos. No hemos hecho más que ganar un nombre, una palabra nueva, el término de ley fundamental, que de nada nos sirve mientras no sepamos decir cuál es, repito, la diferencia entre una ley fundamental y otra ley cualquiera.
Intentamos, pues, ahondar un poco más en el asunto, indagando qué ideas o qué nociones son las que van asociadas a este nombre de ley fundamental; o, dicho en otros términos, cómo habría que distinguir entre si una ley fundamental y otra ley cualquiera para que la primera pueda justificar el nombre que se le asigna.
Para ello será necesario:
1º Que la ley fundamental sea una ley que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su propio predicado de fundamental indica.
2º Que constituya, -pues de otro modo no mereceria llamarse fundamental- el verdadero fundamento de las otras leyes: es decir, que la ley fundamental si realmente pretende ser acreedora a ese nombre, deberá informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas en ella. La ley fundamental, para serlo, habría, pues, de actuar e irradiar a través de las leyes ordinarias del pais.
3º Pero las cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo ser también de otra manera, sino que son asi porque necesariamente tienen que ser. El fundamento a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento, que son las cosas casuales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aqui obra la ley de la necesidad. Las plantas, por ejemplo, se mueven de un determinado modo. Este desplazamiento responde a causas, a fundamentos que lo rijan. Si no hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería casual y podría variar en cualquier instante, estaria variando siempre. Pero si realmente responde a un fundamento, si responde, como pretenden los investigadores, a la fuerza de atracción del sol, basta esto para que el movimiento de los planetas esté regido y gobernado de tal modo por ese fundamento, por la fuerza de atracción del sol, que no pueda ser de otro modo, sino tal y como es. La idea de fundamento lIeva, pues, implícita la noción de una necesidad activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea asi y no de otro modo.
Si, pues, la Constitución es la ley fundamental de un país, será -y aquí empezamos ya, señores, a entrever un poco de luz-, un algo que pronto hemos de definir y deslindar, o, como provisionalmente hemos visto, una fuerza activa que hace, por un imperio de necesidad, que todas las demás leyes e instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo que realmente son, de tal modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse, en ese país, aunque se quisiese, otras cualesquiera.
Ahora bien, señores, ¿es que existe en un país -y al preguntar esto, empieza ya a alborear la luz tras de la que andamos- algo, alguna fuerza activa e informadora, que influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese país, que las obligue a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin permitirles ser de otro modo?

2.- Los factores reales del poder
Sí, señores; existe, sin duda, y este algo que investigamos reside, sencillamente, en los factores reales de poder que rigen en una sociedad determinada.
Los factores reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, mas que tal y como son.
Me apresuraré a poner esto en claro con un ejemplo plástico. Cierto es que este ejemplo, al menos en la forma en que voy a ponerlo, no puede llegar a darse nunca en la realidad. Pero aparte que en seguida veremos, probablemente, que este mismo ejemplo se puede dar muy bien bajo otra forma, no se trata de saber si el ejemplo puede o no darse, sino de lo que de él podamos aprender respecto a lo que sucedería, si llegara a ser realidad.
Saben ustedes, señores, que en Prusia sólo tienen fuerza de ley los textos publicados en la Colección legislativa. Esta Colección legislativa se imprime en una tipografía concesionaria situada en Berlín. Los originales de las leyes se custodian en los archivos del Estado, y en otros archivos, bibliotecas y depósitos, se guardan las colecciones legislativas impresas.
Supongamos ahora, por un momento, que se produjera un gran incendio, por el estilo de aquel magno incendio de Hamburgo (1), y que en él quedasen reducidos a escombros todos los archivos del Estado, todas las bibliotecas públicas, que entre las llamas pereciese también la imprenta concesionaria de la Colección legislativa, y que lo mismo, por una singular coincidencia, ocurriera en las demás ciudades de la monarquía, arrasando incluso las bibliotecas particulares en que figurara esa colección, de tal modo que en toda Prusia no quedara ni una sola ley, ni un solo texto legislativo acreditado en forma auténtica.
Supongamos esto. Supongamos que el país, por este siniestro, quedara despojado de todas sus leyes, y que no tuviese más remedio que darse otras nuevas.
¿Creen ustedes, señores, que en este caso el legislador, limpio el solar, podría ponerse a trabajar a su antojo, hacer las leyes que mejor le pareciesen, a su libre albedrío? Vamos a verlo.

A) LA MONARQUÍA
Supongamos que ustedes dijesen: Ya que las leyes han perecido y vamos a construir otras totalmente nuevas, desde los cimientos hasta el remate, en ellas no respetaremos a la monarquía las prerrogativas de que hasta ahora gozaba, al amparo de las leyes destruidas; más aún, no le respetaremos prerrogativas ni atribución alguna; no queremos monarquía.
El rey les diría, lisa y llanamente: Podrán estar destruídas las leyes, pero la realidad es que el Ejército me obedece, que obedece mis órdenes; la realidad es que los comandantes de los arsenales y los cuarteles sacan a la calle los cañones cuando yo lo mando, y apoyado en este poder efectivo, en los cañones y las bayonetas, no toleraré que me asignéis más posición ni otras prerrogativas que las que yo quiera.
Como ven ustedes, señores, un rey a quien obedecen el Ejército y los cañones ... es un fragmento de Constitución.

B) LA ARISTOCRACIA
Supongamos ahora que ustedes dijesen: Somos dieciocho millones de prusianos (2), entre los cuales sólo se cuentan un puñado cada vez más exiguo de grandes terratenientes de la nobleza. No vemos por qué este puñado, cada vez más reducido, de grandes terratenientes ha de tener tanta influencia en los destinos del país como los dieciocho millones de habitantes juntos, formando de por si una Cámara alta que sopesa los acuerdos de la Cámara de diputados elegida, por la nación entera, para rechazar sistemáticamente todos aquellos que son de alguna utilidad. Supongamos que hablasen ustedes así y dijesen: Ahora, destruidas las leyes del pasado, somos todos señores y no necesitamos para nada una Cámara señorial.
Reconozco, señores, que no es fácil que estos grandes propietarios de la nobleza pudiesen lanzar contra el pueblo que así hablase a sus ejércitos de campesinos. Lejos de eso, es muy probable que tuviesen bastante que hacer con quitárselos de encima.
Pero lo grave del caso es que los grandes terratenientes de la nobleza han tenido siempre gran influencia con el rey y con la corte, y esta influencia les permite sacar a la calle el Ejército y los cañones para sus fines propios, como si este aparato de fuerza estuviera directamente a su disposición.
He aquí, pues, cómo una nobleza influyente y bien relacionada con el rey y su corte, es también un fragmento de Constitución.

C) LA GRAN BURGUESÍA
Y ahora se me ocurre sentar el supuesto inverso, el supuesto de que el rey y la nobleza se aliasen entre sí para restablecer la organización medieval en los gremios, pero no circunscribiendo la medida al pequeño artesanado, como en parte se intentó hacer, efectivamente hace unos cuantos años, sino tal y como regía en la Edad Media: es decir, aplicada a toda la producción social, sin excluir la gran industria, las fábricas y la producción mecanizada. No ignoran ustedes, señores, que el gran capital no podria en modo alguno producir bajo el sistema medieval de los gremios, que la verdadera industria y la industria fabril, la producción por medio de máquinas, no podrían en modo alguno desenvolverse bajo el régimen de los gremios medievales. Entre otras razones, porque en este régimen se alzarían, por ejemplo, toda una serie de fronteras legales entre las diversas ramas de la producción, por muy afines entre sí que éstas fuesen, y ningún industrial podría unir dos o más en su mano. Así, el enjalbegador no tendría competencia para tapar un solo agujero; entre los gremios fabricantes de clavos y los cerrajeros se estarían ventilando constantemente procesos para deslindar las jurisdicciones de ambas industrias: el estampador de lienzos no podría emplear en su fábrica a un solo tintorero, etc. Además, bajo el sistema gremial estaban tasadas por la ley estrictamente las cantidades que cada industria podía producir, ya que dentro de cada localidad y de cada rama de industria sólo se autorizaba a cada maestro para dar ocupación a un número igual y legalmente establecido de operarios.
Basta esto para comprender que la gran producción, la producción mecánica y el sistema del maquinismo, no podrian prosperar ni un solo día con una Constitución de tipo gremial. La gran producción exige ante todo, la necesita como el aire que respira, la fusión de las más diversas ramas de trabajo en manos del mismo capitalista, y necesita, en segundo lugar, la producción en masa y la libre competencia: es decir, la posibilidad de dar empleo a cuantos operarios quiera, sin restricción alguna.
¿Qué sucedería, pues, si en estas condiciones y a despecho de todo, nos obstinásemos en implantar hoy la Constitución grémial?
Pues sucedería que los señores Borsig, Egels, etcétera (3), que los grandes fabricantes de tejidos estampados, los grandes fabricantes de seda, etcéter, cerrarian sus fábricas y pondrían en la calle a sus obreros, y hasta las Compañías de ferrocarriles tendrían que hacer otro tanto; el comercio y la industria se paralizarían, gran número de maestros artesanos se verían obligados a despedir a sus operarios, o lo harían de grado, y esta muchedumbre interminable de hombres despedidos se lanzaría a la calle pidiendo pan y trabajo; detrás de ella, espoleándola con su influencia, animándola con su prestigio, sosteniéndola y alentándola con su dinero, la gran burguesía, y se entablaría una lucha en la que el triunfo no sería en modo alguno de las armas.
Vean ustedes cómo y por dónde aquellos caballeros, los señores Borsig y Egels, los grandes industriales todos, son también un fragmento de Constitución.




D) LOS BANQUEROS
Supongamos ahora que al Gobierno se le ocurriera implantar una de esas medidas excepcionales abiertamente lesivas para los intereses de los grandes banqueros. Que al Gobierno se le ocurriera, por ejemplo, decir que el Banco de la Nación no se había creado para la función que hoy cumple, que es la de abaratar más aún el crédito a los grandes banqueros y capitalistas, que ya de suyo disponen de todo el crédito y todo el dinero del país y que son los únicos que pueden descontar sus firmas, es decir, obtener crédito en aquel establecimiento bancario, sino para hacer accesible el crédito a la gente humilde y a la clase media; supongamos esto y supongamos también que al Banco de la Nación se le pretendiera dar la organización adecuada para conseguir este resultado. ¿Podría esto, señores, prevalecer?
Yo no diré que esto desencadenará una insurrección, pero el Gobierno actual no podría imponer tampoco semejante medida. Veamos por qué.
De cuando en cuando el Gobierno se ve acosado por la necesidad de invertir grandes cantides de dinero, que no se atreve a sacar al pais por medio de contribuciones. En esos casos, acude al recurso de devorar el dinero del mañana, o lo que es lo mismo, emite empréstitos, entregando a cambio del dinero que se le adelanta papel de la Deuda pública. Para esto necesita a los banqueros. Cierto es que, a la larga, antes o después, la mayor parte de los títulos de la Deuda vuelven a repartirse entre la clase rica y los pequeños rentistas de la nación. Mas esto requiere tiempo, a veces mucho tiempo, y el Gobierno necesita el dinero pronto y de una vez, o en plazos breves. Para ello tiene que servirse de particulares, de mediadores que le adelanten las cantidades que necesita, corriendo luego de su cuenta el ir colocando poco a poco entre sus clientes el papel de la Deuda que a cambio reciben, y lucrándose, además, con el alza de cotización que a estos títulos se imprime artificialmente en la Bolsa. Estos intermediarios son los grandes banqueros: por eso a ningún Gobierno le conviene, hoy en día, estar mal con estos personajes.
Vean ustedes, pues, señores, cómo los grandes banqueros, como los Mendelssohn, los Schnickler, la Bolsa en general, son también un fragmento de Constitución.

E) LA CONCIENCIA COLECTIVA Y LA CULTURA GENERAL
Supongamos ahora que al Gobierno se le ocurriera promulgar una ley penal semejante a las que rigieron en algún tiempo en China, castigando en la persona de los padres los robos cometidos por los hijos. Esa ley no prevalecería, pues contra ella se rebelaría con demasiada fuerza la cultura colectiva y la conciencia social del país. Todos los funcionarios, burócratas y consejeros de Estado, se llevarían las manos a la cabeza, y hasta los honorables senadores tendrían algo que objetar contra el desatino. Y es que, dentro de ciertos limites, señores, también la conciencia colectiva y la cultura general del país son un fragmento de Constitución.

F) LA PEQUEÑA BURGUESiA Y LA CLASE OBRERA
Imaginémonos ahora que el Gobierno, inclinándose a proteger y dar plena satisfacción a los privilegios de la nobleza, de los banqueros, de los grandes industriales y de los grandes capitalistas, decidiera privar de sus libertades políticas a la pequeña burguesía y a la clase obrera. ¿Podría hacerlo? Desgraciadamente, señores, sí podría, aunque sólo fuese transitoriamente; la realidad nos tiene demostrado que podría, y más adelante tendremos ocasión de volver sobre esto.
Pero, ¿y si se tratara de despojar a la pequeña burguesía y a la clase obrera, no ya de sus libertades políticas solamente, sino de su libertad personal; es decir, si se tendiera a declarar personalmente al obrero o al hombre humilde, esclavo, vasallo o siervo de la gleba, de volverle a la situación en que vivió en muchos países durante los siglos lejanos, remotos, de la Edad Media? ¿Prosperaría la pretensión? No, señores, esta vez no prosperaría, aunque para sacarla adelante se aliasen el rey, la nobleza y toda la gran burguesía. Sería inútil. Pues, llegadas las cosas a ese extremo, ustedes dirían: nos dejaremos matar antes que tolerarlo. Los obreros se echarían corriendo a la calle, sin necesidad de que sus patronos les cerrasen las fábricas, la pequeña burguesía correría en masa a solidarizarse con ellos, y la resistencia de ese bloque sería invencible, pues en ciertos casos extremos y desesperados, también ustedes, señores, todos ustedes juntos, son un fragmento de Constitución.

3.- Los factores de poder y las instituciones jurídicas. La hoja de papel.
He ahí, pues, señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país.
¿Pero qué relación guarda esto con lo que vulgarmente se llama Constitución, es decir, con la Constitución jurídica? No es difícil, señores, comprender la relación que ambos conceptos guardan entre sí.
Se toman estos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión escrita, y a partir de este momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores reales de poder síno que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas, y quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es castigado.
Tampoco desconocen ustedes, señores, el procedimiento que se sigue para extender por escrito esos factores reales de poder, convirtiéndolos así en factores jurídicos.
Claro está que no se escribe, lisa y llanamente: el señor Borsig, fabricante, es un fragmento de Constitución; el señor Mendelssohn, banquero, es otro trozo de Constitución, y así sucesivamente; no, la cosa se expresa de un modo mucho más pulcro, mucho más fino.

A) EL SISTEMA ELECTORAL DE LAS TRES CLASES
Así, por ejemplo, si de lo que se trata es de proclamar que unos cuantos grandes industriales y grandes capitalistas disfrutarán en la Monarquía de tanto poder, y aún más, como todos los burgueses modestos, obreros y campesinos juntos, el legislador se guardará muy bien de expresarlo de una manera tan clara y tan sincera. Lo que hará será dictar una ley por el estilo, supongamos, de aquella ley electoral de las tres clases (4), que se le dio a Prusia en el año 1849, y por la cual se dividía la nación en tres categorías electorales, a tenor de los impuestos pagados por los electores y que, naturalmente, se acomodan a su fortuna.
Según el censo oficial formado en aquel mismo año por el Gobierno, a raíz de dictarse la mencionada ley, había entonces en toda Prusia 3.255.703 electores de primer grado, que se distribuían del modo siguiente en las tres clases electorales:
Pertenecían a la primera 153 808 electores; a la segunda, 409 945; a la tercera, 2 691 950.
Repito que estas cifras están tomadas de los censos oficiales.
Por ellas vemos que en el Reino de Prusia hay 153.808 personas riquísimas que disfrutan por sí solas de tanto poder político como 2.691.950 ciudadanos modestos, obreros y campesinos juntos, y que aquellos 153.808 hombres de máxima riqueza, sumados a las 409.945 personas regularmente ricas que integran la segunda categoría electoral, tienen tanto poder político como el resto de la nación entera; más aún, que los 153.808 hombres riquísimos y la mitad nada más de los 409.945 electores de la segunda categoría, gozan ya, por sí solos, de más poder político que la mitad restante de la segunda clase sumada a los 2.691.950 de la tercera.
Vean ustedes, señores, cómo, por este procedimiento, se llega exactamente al mismo resultado que si la Constitución, hablando sinceramente, dijese: el rico tendrá el mismo poder político que diecisiete ciudadanos corrientes, o, si se prefiere la fórmula, pesará en los destinos políticos del país diecisiete veces tanto como un simple ciudadano (5).
Antes de que esta ley electoral de las tres clases fuera promulgada, regía ya legalmente, desde la ley de 8 de abril de 1818, el sufragio universal, que asignaba a todo ciudadano, fuese rico o pobre, el mismo derecho de sufragio, es decir, el mismo poder político, el mismo derecho a contribuir a trazar los derroteros del Estado, su voluntad y sus fines. He aquí, pues, confirmada y documentada, señores, aquella afirmación que antes hacía de que, desgraciadamente, era bastante fácil despojarles a ustedes, despojar al pequeño burgués y al obrero, de sus libertades políticas, aunque no se les arrancasen de un modo inmediato y radical sus bienes personales, el derecho a la integridad física y a la propiedad. Los gobernantes no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para privarlos a ustedes de los derechos electorales, y hasta hoy no sé de ninguna agitación, de ninguna campaña, promovida para recobrarlos.

B) EL SENADO O CÁMARA SEÑORIAL
Si en la Constitución se quiere proclamar que un puñado de grandes terratenientes aristócratas reunirá en sus manos tanto poder como los ricos, la gente acomodada y los desheredados de la fortuna, como los electores de las tres clases juntas, es decir, como el resto de la nación entera, el legislador se cuidará también de no decirlo de un modo tan grosero -no olviden ustedes, señores, dicho sea incidentalmente, que la claridad en la expresión es grosería-, sino que le bastará con poner en la Carta constitucional lo siguiente: los representantes de la gran propiedad sobre el suelo, que lo vengan siendo por tradición, con algunos otros elementos secundarios, formarán una Cámara señorial, un Senado, cuya aprobación será necesaria para que adquieran fuerza de ley los acuerdos de la Cámara de diputados, en la que está representada la nación; de este modo, se pone en manos de un puñado de viejos terratenientes una prerrogativa política de primera fuerza, que les permite contrapesar la voluntad de la nación y de todas sus clases, por unánime que ella sea.

C) EL REY Y EL EJÉRCITO
Y si, siguiendo por esta escala, se aspira a que el rey por si solo tenga tanto poder político, y mucho más aún, como las tres clases de electores juntas, como la nación entera, incluyendo a los grandes terratenientes de la clase noble, no hay más que hacer esto:
Se pone en la Constitución (6) un artículo 47 diciendo:
El rey proveerá todos los cargos del Ejército y la Marina, añadiendo, en el artículo 108: Al Ejército y a la Marina no se les tomará juramento de guardar la Constitución, y si esto no basta, se construye además la teoría, que no deja de tener, a la verdad, su fundamento sustancial en este articulo, de que el rey ocupa frente al Ejército una posición muy diferente a la que le corresponde respecto de las demás instituciones del Estado, la teoría de que el rey, como jefe de las fuerzas militares del país, no es sólo rey, sino que es además algo muy distinto, algo especial, misterioso y desconocido, para lo que se ha inventado el término jefe supremo de las fuerzas de mar y tierra, razón por la cual ni la Cámara de diputados ni la nación tienen por qué preocuparse del Ejército, ni inmiscuirse en sus asuntos y organización, reduciéndose su papel a votar los créditos de que necesite. Y no puede negarse, señores -la verdad ante todo, ya lo hemos dicho- que esta teoría tiene cierto punto de apoyo en el citado articulo 108 de la Constitución. Pues si ésta dispone que el Ejército no necesita prestar juramento de acatamiento a la Constitución, como es deber de todos los ciudadanos del Estado y del propio rey, ello equivale, en principio, a reconocer que el Ejercito queda al margen de la Constitución y fuera de su imperio, que no tiene nada que ver con ella, que no tiene que rendir cuentas más que a la persona del rey, sin mantener relación alguna con el país.
Conseguido esto, reconocida al rey la atribución de proveer todos los cargos del Ejército y colocado éste en una actitud de sujeción personal al rey, éste ha conseguido reunir por sí solo, no ya tanto poder, sino diez veces más poder político que la nación entera, supremacía que no resultaría menoscabada aunque el poder efectivo de la nación fuese en realidad diez, veinte y hasta cincuenta veces tan grande como el del Ejército. La razón de este aparente contrasentido es muy sencilla.

l.- Poder organizado e inorgánico
El instrumento de poder político del rey, el Ejército, está organizado, puede reunirse a cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y se puede utilizar en el momento en que se desee; en cambio, el poder que descansa en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad, infinitamente mayor, no está organizado: la voluntad de la nación, y sobre todo su grado de acometividad o de abatimiento, no siempre son fáciles de pulsar para quienes la forman: ante la inminencia de una acción, ninguno de los combatientes sabe cuántos se sumarán a él para darla. Además, la nación carece de esos instrumentos del poder organizado, de esos fundamentos tan importantes de una Constitución, a que más arriba nos referíamos: los cañones. Cierto es que los cañones se compran con dinero del pueblo: cierto también que se construyen y perfeccionan gracias a las ciencias que se desarrollan en el seno de la sociedad civil, gracias a la física, a la técnica, etc. Ya el solo hecho de su existencia prueba, pues, cuán grande es el poder de la sociedad civil, hasta dónde han llegado los progresos de las ciencias, de las artes técnicas, los métodos de fabricación y el trabajo humano. Pero aquí viene a cuento aquel verso de Virgilio: Sic vos non vobis! ¡Tú, pueblo, los haces y los pagas, pero no para ti! Como los cañones se fabrican siempre para el poder organizado y sólo para él, la nación sabe que esos artefactos, vivos testigos de todo lo que ella puede, se enfilarán sobre ella, indefectiblemente, en cuanto se quiera rebelar. Estas razones son las que explican que un poder mucho menos fuerte, pero organizado, se sostenga a veces, muchas veces, años y años, sofocando el poder, mucho más fuerte, pero desorganizado, de la nación; hasta que ésta un día, a fuerza de ver cómo los asuntos nacionales se rigen y administran tercamente contra la voluntad y los intereses del país, se decide a alzar frente al poder organizado su supremacía desorganizada.
Hemos visto, señores, qué relación guardan entre sí las dos Constituciones de un país, esa Constitución real y efectiva, formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad, y esa otra Constitución escrita, a la que, para distinguirla de la primera, daremos el nombre de la hoja de papel (7).
II.- ALGO DE HISTORIA CONSTITUCIONAL
Una Constitución real y efectiva la tienen y la han tenido siempre todos los países, como, a poco que paren mientes en ello, ustedes por sí mismos comprenderán, y no hay nada más equivocado ni que conduzca a deducciones más descaminadas, que esa idea tan extendida de que las Constituciones son una característica peculiar de los tiempos modernos. No hay tal cosa. Del mismo modo y por la misma ley de necesidad que todo cuerpo tiene, una constitución, su propia constitución, buena o mala, estructurada de un modo o de otro, todo pais tiene necesariamente, una Constitución, real y efectiva, pues no se concibe país alguno en que no imperen determinados factores reales de poder, cualesquiera que ellos sean.
Cuando, mucho antes de estallar la gran Revolución francesa, bajo la monarquía legitima y absoluta de Luis XVI, el Poder imperante abolió en Francia, por decreto de 3 de febrero de 1776, las prestaciones personales de construcción de vías públicas por las que los labriegos venían obligados a trabajar gratuitamente en la apertura de caminos y carreteras, se creó para afrontar los gastos de estas obras públicas, un impuesto que había de gravar también las tierras de la nobleza, el Parlamento francés clamó, oponiéndose a esta medida: Le peuple de F ranct est taillable et corvéable à volonté, d'est une partie de la constitution que le roi ne peut changer; o dicho en castellano: El pueblo de Francia, es decir, el pueblo humilde, el que no gozaba de privilegios, se encuentra sujeto a impuestos y prestaciones sin limitaciones y es ésta una parte de la Constitución que ni el rey mismo puede cambiar.
Como ven ustedes, señores, ya entonces se hablaba de una Constitución, y se le atribuía tal virtud, que ni el propio rey la podía tocar; ni más ni menos que hoy. Aquello a que los nobles franceses llamaban Constitución, la norma según la cual el pueblo bajo tenia que soportar todos los tributos y prestaciones que se le quisieran imponer, no se hallaba recogido todavía, cierto es, en ningún documento especial, en un documento en que se resumiesen todos los derechos de la nación y los más importantes principios del Gobierno: no era, por el momento, más que la expresión pura y simple de los factores reales de poder que regían en la Francia medieval. Y es que en la Edad Media el pueblo bajo era, en realidad, tan impotente, que se le podia gravar con toda suerte de tributos y gabelas, a gusto y antojo del legislador; la realidad, en aquella distribuci6n de fuerzas efectivas, era ésa; el pueblo venia siendo tratado desde antiguo de ese modo. Estas tradiciones de hecho brindaban los llamados precedentes, que todavia hoy en Inglaterra, siguiendo el ejemplo universal de la Edad Media, tienen una importancia tan señalada en las cuestiones constitucionales. En esta práctica efectiva y tradicional de cargas y gravámenes, se invocaba con frecuencia, como no podia ser menos, el hecho de que el pueblo viniera desde antiguo sujeto a esas gabelas, y sobre ese hecho se erigia la norma de que podía seguirlo siendo sin interrupción. La proclamación de esta norma daba ya el principio de Derecho constitucional, al que luego, en casos semejantes, se podia recurrir. Muchas veces se daba expresión y sanción especial sobre un pergamino a una de esas manifestaciones que tenian su raíz en los resortes reales de poder. Y asi surgían los fueros, las libertades, los derechos especiales; los privilegios, los estatutos y cartas otorgadas de una clase, de un gremio, de una villa, etc.
Todos estos hechos y precedentes, todos estos principios de Derecho público, estos pergaminos, estos fueros, estatutos y privilegios juntos formaban la Constitución del país, sin que todos ellos, a su vez hicieran otra cosa que dar expresión, de un modo escueto y sincero, a los factores reales de poder que regían en ese pais.
Asi, pues, todo país tiene, y ha tenido siempre, en todos los momentos de su historia, una Constitución rpal y verdadera. Lo especifico de los tiempos modernos -hay que fijarse bien en esto, y no olvidarlo, pues tiene mucha importancia-, no son las Constituciones reales y efectivas, sino las Constituciones escritas, las hojas de papel.
En efecto, en casi todos los Estados modernos vemos apuntar, en un determinado momento de su historia, la tendencia a darse una Constitución escrita, cuya misión es resumir y estatuir en un documento, en una hoja de papel, todas las instituciones y principios de gobierno vigentes en el país.
¿De dónde arranca esta aspiración peculiar de los tiempos modernos?
También ésta es una cuestión importantísima, y no hay más remedio que resolverla para saber qué actitud se ha de adoptar ante la obra constituyente, qué juicio hemos de formarnos respecto a las Constituciones que ya rigen y qué conducta hemos de seguir ante ellas; para llegar, en una palabra -cosa que sólo podemos conseguir afrontando este problema- a poseer un arte y una sabiduría constitucionales.
Repito, pues: ¿De dónde procede esa aspiración, peculiar a los tiempos modernos, de elaborar Constituciones escritas?
Veamos, señores, de dónde puede provenir.
Sólo puede provenir, evidentemente, de que en los factores reales de poder imperantes dentro del país se haya operado una transformación. Si no se hubiera operado transformación alguna en ese juego de factores de la sociedad en cuestión, si estos factores de poder siguieran siendo los mismos, no tendría razón ni sentido que esa sociedad sintiera la necesidad viva de darse una nueva Constitución. Se acogería tranquilamente a la antigua, o, a lo sumo, recogería sus elementos dispersos en un documento único, en una única Carta constitucional.
Ahora bien: ¿cómo ocurren estas transformaciones que afectan a los factores reales de poder de una sociedad?

1.- Constitución feudal
Represéntense ustedes, por ejemplo, un Estado poco poblado de la Edad Media, como entonces lo eran casi todos, bajo el gobierno de un principe y con una nobleza que tiene acaparada la mayor parte del territorio. Como la población es escasa, sólo una parte insignificante de la misma puede dedicarse a la industria y al comercio; la inmensa mayoria de los habitantes no tienen más remedio que cultivar la tierra para obtener de la agricultura los productos necesarios que les permitan subsistir. Téngase en cuenta que el suelo está, en su mayor parte, en manos de la nobleza, razón por la cual sus cultivadores encuentran empleo y ocupación en él, en diferentes grados y relaciones: unos como vasallos, otros como siervos, otros, finalmente, como colonos del señor territorial; pero todos estos vinculos y gradaciones tienen un punto de coincidencia: coinciden todos en someter a la población al poder de la nobleza, obligándola a formar en sus huestes de vasallaje y a tomar las armas para guerrear por sus pleitos. Además, con el sobrante de los productos agricolas que saca de sus tierras, el señor toma a su servicio y trae a su castillo a toda suerte de guerreros, escuderos y jefes de armas.
Por su parte, el príncipe no tiene frente a este poder de la nobleza más poder efectivo, en el fondo, que el que le brinda la asistencia de aquellos nobles que se prestan de grado -por la fuerza no le sería dable obligarlos- a rendir acatamiento a sus órdenes guerreras, pues la ayuda que pueden prestarle las villas, pocas todavía y mal pobladas, es insignificante.
¿Cuál será, señores, la Constitución de un Estado de este tipo?
No es dificil decirlo, pues la contestación se deriva necesariamente de ese juego de factores reales de poder que acabamos de examinar.
La Constitución de ese país no puede ser más que una Constitución feudal, en que la nobleza ocupe en todo el lugar preeminente. El príncipe no podrá crear sin su consentimiento ni un céntimo de impuestos y sólo ocupará entre los nobles la posición del primus inter pares, la posición del primero entre sus iguales en jerarquía.
Y ésta era, en efecto, señores, ni más ni menos, la Constitución de Prusia y de la mayoría de los Estados en la Edad Media.

2.- El absolutismo
Ahora, supongan ustedes lo siguiente: La población crece y se multiplica de un modo incesante, la industria y el comercio empiezan a florecer, y su prosperidad brinda los recursos necesarios para fomentar un nuevo incremento de población, que cumienza a llenar las ciudades. En el regazo de la burguesía y de los gremios de las ciudades empiezan a desarrollarse el capital y la riqueza del dinero. ¿Qué ocurrirá ahora? Pues ocurrirá que este incremento de la población urbana, que no depende de la nobleza, que, lejos de esto, tiene intereses opuestos a los suyos, redundará, al principio, en beneficio del principe; irá a reforzar las huestes armadas que siguen a éste, con los subsidios de los burgueses y los agremiados, a quienes las constantes pugnas y banderías de la nobleza traen grandes quebrantos, y que no tienen más remedio que aspirar, en interés del comercio y de la producción, al orden y a la seguridad civil y a la organización de una justicia ordenada dentro del país, lo que les lleva a apoyar al principe con dinero y con hombres; con estos recursos, el principe podrá ya, tantas cuantas veces lo necesite, poner en pie de guerra un ejército lúcido y muy superior al de los nobles que se le resistan. Puesto en estos derroteros, el príncipe, ahora, irá socavando y menoscabando progresivamente el poder de la nobleza: la privará del fuero del duelo, asaltará y arrasará sus castillos si viola las leyes del país, y cuando, por fin, corriendo el tiempo, la industria haya desarrollado suficientemente la riqueza pecuniaria y el censo de población del país haya crecido lo bastante para permitir al príncipe poner sobre las armas un ejército permanente, este príncipe lanzará a sus regimientos contra los bastiones de la nobleza, como el Gran Elector o como Friedrich Wilhelm I (8) al grito de le stabilirai la souverainité comme un rocher de bronze (9), abolira la libertad de impuestos de la nobleza y pondrá fin al fuero de reconocimiento de tributos de esta clase.
Vean ustedes, pues, señores, una vez más, cómo al transformarse los factores reales de poder se transforma la Constitución vigente en el país: sobre las ruinas de la sociedad feudal surge la monarquía absoluta.
Pero el príncipe no ve la necesidad de poner por escrito la nueva Constitución; la monarquía es una institución demasiado práctica, para proceder así. El príncipe tiene en sus manos el instrumento real y efectivo del poder, tiene el ejército permanente, que forma la Constitución efectiva de esta sociedad, y él mismo y los que le rodean dan expresíón, andando el tiempo, a esta idea, cuando asignan a su país el nombre de Estado militar.
La nobleza, que dista mucho ya de poder competir con el príncipe, ha tenido que renunciar de tiempo atrás a la posesión de un cuerpo armado puesto a su servicio. Ha olvidado su vieja pugna con el príncipe y que éste era un igual suyo, ha ido abandonando sus antiguos castillos para concentrarse en la residenria real, donde se contenta con recibir una pensión y contribuye a dar esplendor y realce al prestigio de la monarquía.

3.- La revolución burguesa
Pero entretanto la industria y el comercio se van desarrollando progresivamente, y a la par con ellos crece y florece la población.
A primera vista, parece que estos progresos han de redundar siempre en provecho del príncipe, aumentando el contingente y la pujanza de sus ejércitos y ayudándolo a conquistar un poderío mundial.
Pero el desarrollo de la sociedad burguesa acaba por cobrar proporciones tan inmensas, tan gigantescas, que el príncipe ya no acierta, ni con ayuda del ejército permanente, a asimilarse en la misma proporción estos progresos de poder de la burguesía.
Unos cuantos números, señores, pondrán una gran claridad plástica en esto.
En el año 1657, la ciudad de Berlín sólo contaba 20.000 habitantes. Por la misma época, a la muerte del Gran Elector, el ejército prusiano se componía de 24 a 30.000 hombres.
En el año 1803, la población de Berlín había subido a 153.070 habitantes.
En 1819, dieciséis años más tarde, el censo de Berlín era ya de 192.646 habitantes.
En este mismo año de 1819, el ejército permanente -no ignoran ustedes que, según la ley, todavía vigente de septiembre de 1814, que tratan de arrebatarnos, la milicia nacional no formaba parte del ejército permanente-, en el año 1819, digo, formaban el ejército permanente de Prusia 137.639 hombres.
Como ven ustedes, el contingente del Ejército, desde los tiempos del Gran Elector, se había cuadruplicado.
Pero, con todo, no guardaba, ni mucho menos, proporción con el incremento experimentado por el censo de habitantes de la capital, que había crecido en la proporción de nueve a uno.
Y a partir de ahora este proceso de crecimiento cobra un ritmo mucho más acelerado.
En el año 1846, la población de Berlín -tomo las cifras siempre de los censos oficiales- ascendía a 389.308 habitantes es decir, a cerca de 400.000 o sea casi el doble de los que tenia en 1819. Como se ve, en el transcurso de veintisiete años, el censo de la capital -que ahora cuenta ya, como saben ustedes, cerca de los 550.000 habitantes- se remontó a más del doble (10). En cambio, el Ejército permanente, en el año 1846, apenas había aumentado pues contaba 138.810 hombres, contra los 137.639 del año 1819. Lejos de seguir aquella progresión gigantesca del censo civil, vemos, pues, que casi se había estancado.
Al desarrollarse en proporciones tan extraordinarias, la burguesía comienza a sentirse como una potencia política independiente. Paralelamente con este incremento de la población, discurre un incremento todavía más grandioso de la riqueza social, y el mismo grandioso florecimiento y desarrollo experimentan las ciencias, la cultura general y la conciencia colectiva, este otro fragmento de Constitución. La población burguesa se dijo: no quiero seguir siendo una masa sometida y gobernada, sin voluntad propia; quiero tomar en mis manos el gobierno y que el príncipe se limite a reinar con arreglo a mi voluntad y a regentear mis asuntos e intereses.
Es decir, señores, que los factores reales y efectivos de poder que regían dentro de las fronteras de este país habían vuelto a desplasarse. Y este desplazamiento produjo en la historia la jornada del 18 de marzo de 1848.
Ya ven ustedes, señores, cómo, después de todo, no iba tan descaminado aquel ejemplo que poníamos al principio de nuestras manifestaciones, como ejemplo puramente hipotético e imposible. El país no se quedó sin leyes porque un inmenso incendio las arrasase, pero se las arrebató un vendaval:
III.- EL ARTE Y LA SABIDURÍA CONSTITUCIONALES
Cuando en un país estalla y triunfa la revolución, el derecho privado sigue rigiendo, pero las leyes del derecho público yacen por tierra, rotas, o no, tienen más que un valor provisional, y hay que hacerlas de nuevo.
La revolución del 48 planteaba, pues, la necesidad de instaurar una nueva Constitución escrita, y el propio rey se encargó de convocar en Berlin la Asamblea Nacional, encargada de estatuir esta nueva Constitución, como primero se dijo, o de pactarla con él, que fue la fórmula empleada más tarde.
Ahora bien, ¿cuándo puede decirse que una Constitución escrita es buena y duradera?
La respuesta, señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejamos expuesto; cuando esa Constitución escrita corresponda a la Constitución real, a la que tiene sus raíces en los factores de poder que rigen en el pais. Allí donde la Constitución escrita no corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país.
¿Qué debió suceder entonces al triunfar la revolución de 1848?
Pues, sencillamente, debió anteponerse a la preocupación por hacer una Constitución escrita, el cuidado de hacer una Constitución real y efectiva, desarraigando y desplazando en beneficio de la ciudadania las fuerzas reales imperantes en el país.
1.- Lo que debió hacerse el 48
El 18 de marzo demostró, sin duda, que el poder de la nación era ya, de hecho, mayor que el del Ejército. Después de una larga y sangrienta jornada, las tropas no tuvieron más remedio que ceder.
Pero recuerden ustedes aquello que decíamos de que entre el poder de la nación y el poder del Ejército existe una diferencia notable que explica el que el poder del Ejército, aunque en realidad sea menor, resulta a la larga más eficaz que el poder, mucho más grande en verdad, de la nación.
La diferencia a que aludimos consiste, como recordarán ustedes, en que el poder de la nación es un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder del Ejército constituye una organización perfecta, puesta en pie y preparada para afrontar la lucha en todo momento, razón por la cual es siempre, a la larga, como hemos dicho, más eficaz y acaba siempre, necesariamente, dando la batalla a las fuerzas aunque más pujantes, inorgánicas, y dispersas del país, que sólo se aglutinan y unen en momentos contados de gran emoción.
Si se quería, pues, que la victoria arrancada el 18 de marzo no resultase forzosamente estéril para el pueblo, era menester haber aprovechado aquel instante de triunfo para transformar el poder organizado del Ejército tan radicalmente que no volviera a ser un simple instrumento de fuerza puesto en manos del rey contra la nación.
Era necesario, por ejemplo, haber limitado a seis meses el tiempo de permanencia en las filas, pues la brevedad de este plazo, que según las mayores autoridades militares basta y sobra para dar al soldado una instrucción militar perfecta, evitaria, por otra parte, que se le infundiese ningún espíritu de casta; lejos de eso, permitiría renovar constantemente el Ejército con contingentes del pueblo, transformándolo ya por este solo hecho de Ejército del rey en Ejército de la nación.
Era necesario haber dispuesto que la baja oficialidad, hasta el grado de coronel inclusive, no fuese nombrada de arriba a abajo, sino elegida por los propios cuerpos de tropa, para que estos cargos no se proveyesen con intenciones hostiles al pueblo, y no se contribuyera de este modo a seguir haciendo del Ejército un instrumento ciego de poder en manos de la monarquía.
Era necesario haber sometido al Ejército, respecto de todos aquellos delitos y transgresiones que no tuviesen carácter puramente militar, a los Tribunales ordinarios de la nación, para que de este modo fuera acostumbrándose a sentirse parte del pueblo y no una institución de mejor origen, una casta aparte.
Era necesario, finalmente, haber colocado los cañones y las armas, que sólo deben servir a la defensa del país, en la medida en que no fuesen estrictamente indispensables para la instrucción militar, bajo la custodia de las autoridades civiles, elegidas por el pueblo. Con una parte de esta artillería debieron formarse secciones especiales de la milicia nacional, para de este modo restituir también a manos del pueblo, a quien pertenecen, los cañones, este importantísimo fragmento de Constitución (12).
Nada de esto se hizo, señores, ni en la primavera ni en el verano de 1848, y no habiéndose hecho, ¿podemos extrañamos de que en noviembre del mismo año empezara a cancelarse y a demostrarse estéril la revolución? No, no podemos extrañamos, pues esto no era más que la consecuencia necesaria, inevitable, del error de haber dejado intactos dentro del país todos los factores reales de poder.
Y es que los reyes, señores, tienen mejores servidores que ustedes. Los servidores de los reyes no son retóricos, como lo suelen ser los del pueblo. Son hombres prácticos, que poseen el instinto de saber lo que la hora exige. El caballero Manteuffel no era, ciertamente, un gran orador. Pero era un hombre de realidades. Cuando, en noviembre de 1848, puso fin a la Asamblea nacional y sacó los cañones a la calle, ¿qué fue lo que creyó más urgente hacer? ¿Poner por escrito una nueva Constitución, una Constitución reaccionaria? ¡Oh, nada de eso, para eso tenia tiempo! Lejos de ello, hasta condescendió a otorgar a ustedes, en diciembre de 1848, una Constitución escrita bastante liberal. ¿Qué fue, pues, lo que en aquel mes de noviembre estimó de más urgencia, en qué consistió su primera medida? Pues consistió, señores, ustedes lo recuerdan, en desarmar a los ciudadanos, en despojarlos de las armas. Ven ustedes cómo, señores, aquel servidor de la monarquia nos trazaba, desde su punto de vista, el camino acertado: desarmar al adversario vencido es el deber primordial de todo vencedor, si no quiere que la guerra vuelva a estallar en el momento menos pensado.

2.- Consecuencias
Al comenzar nuestra investigación, señores, hemos procedido lentamente, con mucha cautela, hasta llegar al verdadero concepto de Constitución. Tal vez a algunos de los que me escuchan se les hiciera el camino un poco largo. Pero ya ven ustedes cómo, una vez en posesión de este concepto, las cosas se han desarrollado aceleradamente, con qué rapidez se nos han ido revelando, una tras otra, las consecuencias más sorprendentes y cómo ahora podemos enfocar ya el problema mucho mejor, más claramente y de muy otro modo de lo que se suele hacer, hasta llegar a consecuencias que realmente no se avienen con aquellas que está acostumbrada a aceptar la opinión pública, al enfrentarse con estas cuestiones.
Examinemos ahora brevemente unas cuantas consecuencias más, derivadas de nuestro punto de vista.


A) EL DESPLAZAMIENTO DE LOS FACTORES REALES DE PODER
Hemos visto que en el año 1848 no se adoptó ninguna de aquellas medidas que se imponían para desplazar los factores reales de poder dentro del país, para convertir al Ejército, de un Ejército del rey, en un instrumento de la nación.
Cierto es que fue formulada una proposición encaminada a ese fin y que representaba un primer paso en el camino para su consecución: me refiero a la proposición de Stein, que tendía a sugerir al Ministerio una orden que había de dar a las tropas y que obligaría a todos los oficiales reaccionarios a pedir el retiro. Pero recuerden ustedes, señores, que apenas la Asamblea nacional de Berlín aprobó esta proposición, cuando ya toda la burguesía y medio país alzaron el grito, diciendo: ¡La Asamblea nacional debe preocuparse de hacer la Constitución, y no de andar importunando al Gobierno, no perder el tiempo con interpelaciones, con asuntos que son de la incumbencia del Poder ejecutivo! ¡Hacer la Constitución, y nada más que hacer la Constitución!, se oía gritar por todas partes, como si se tratase de apagar una hoguera.
Como ven ustedes, señores, aquella burguesía, aquel medio país que así gritaba, no tenía ni la más remota idea de lo que real y verdaderamente es una Constitución.
El hacer una Constitución escrita era lo de menos, era lo que menos prisa corría: una Constitución escrita se hace, en caso de apuro, en veinticuatro horas; pero con hacerla nada se consigue, si es prematura.
Desplazar los factores reales y efectivos de poder dentro del país, inmiscuirse en el Poder ejecutivo, inmiscuirse en él tanto y de tal modo, socavarlo y transformarlo de tal manera que se le incapacitara para ponerse ya nunca mas como soberano frente a la nación, esto, lo que se quería precisamente evitar, era lo que importaba y lo que urgia; esto era lo que había que echar por delante para que la Constitución escrita que luego viniera fuese algo más que un pedazo de papel.
Y como no se hizo a su debido tiempo, la Asamblea nacional se encontró con que no la dejaban vagar para poner por escrito tranquilamente su Constitución; se encontró con que el Poder ejecutivo aquel, a quien tanto se preocúpara de respetar, lejos de pagarle en la misma moneda, le daba un puntapié y la mandaba a casa, valiéndose de aquellas fuerzas que, con delicadeza exquisita, no le había querido menoscabar.

B) CAMBIOS EN EL PAPEL
Segunda consecuencia. Supongamos por un momento que la Asamblea Nacional no hubiera sido disuelta, sino que hubiera llegado, sin contratiempo, al término del viaje, a elaborar y votar una Constitución.
De haber ocurrido así, ¿qué habría cambiado sustancialmente en la marcha de las cosas?
Absolutamente nada, señores: no habría cambiado absolutamente nada, y la prueba la tienen ustedes en los mismos hechos. Cierto es que la Asamblea nacional fue licenciada, pero el propio rey, recogiendo los papeles póstumos de la Asamblea nacional, proclamó el 5 de diciembre de 1848 una Constitución que en la mayorla de los puntos correspondía exactamente a aquella Constitución que de la propia Asamblea Constituyente hubiéramos podido esperar.
Fíjense ustedes bien. Esta Constitución era el propio rey quien la proclamaba; no se le obligaba a aceptarla, no se le ímponía, la decretaba él voluntariamente, desde su plataforma de vencedor. A primera vista, parece como si esta Constitución, por haber nacido así, hubiera de ser más viable y vigorosa.
Pero no hay nada de eso. ¡Antes al contrario! Ya pueden ustedes plantar en su huerto un manzano y colocar un papel que diga: Este árbol es una higuera. ¿Bastará con que ustedes lo digan y lo proclamen para que se vuelva higuera y deje de ser manzano? No. Y aunque congreguen ustedes a toda su servidumbre, a todos los vecinos de la comarca, en varias leguas a la redonda, y les hagan jurar a todos solemnemente que aquello es una higuera, el árbol seguirá siendo lo que es, y a la cosecha próxima lo dirán bien alto sus frutos, que no serán higos, sino manzanas.
Pues lo mismo acontece con las Constituciones. De nada sirve lo que se escriba en una hoja de papel si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de poder.
Con aquella hoja de papel que lleva la fecha del 5 de diciembre de 1848, el rey, espontáneamente, se avenía a un gran número de concesiones, pero todas ellas chocaban contra la Constitución real, es decir, contra los factores reales de poder que el rey seguía teniendo, íntegros, en sus manos. Y con la misma imperiosa necesidad que envuelve la ley de la gravitación, tenía que ocurrir lo que ocurrió, que la Constitución real fuese abriéndose camino, paso a paso, hasta imponerse a la Constitución escrita.
Y así, a pesar de haber sido aprobada por la Asamblea revisora la Constitución del 5 de diciembre de 1848, el rey no tardó en verse movido, sin que nadie se lo impidiese, a ponerle la primera cortapisa, con la ley electoral de 1849, por la cual se implanta en el censo la división tripartita de que más arriba hablábamos. La Cámara creada con ayuda de esta ley electoral era el instrumehto con el cual podían introducirse en la Constitución las reformas más urgentes y sustanciales, para que el rey pudiese jurarla en el año 1850, y ya una vez jurada, seguir cortándola y menoscabándola sin ningún pudor. Desde 1850 no pasa un año en que no se ponga alguna cortapisa a la Carta constitucional. No hay bandera, por vieja y venerable que sea, por cientos de batallas que haya presidido, que presente tantos agujeros y jirones como nuestra famosa Constitución.
C) LA CONSTlTUCIÓN VIGENTE DESAHUCIADA
Tercera consecuencia. Como saben ustedes, señores, hay en nuestra ciudad un partido cuyo órgano en la Prensa es el Volkische Zeitung, un partido que se agrupa con angustia febril y ardoroso celo en torno a ese guiñapo de bandera, en torno a nuestra agujereada Constitución, partido al que le gusta llamarse, por esto mismo, el de los leales a la Constitución y cuyo grito de guerra es: ¡Dejadnos nuestra Constitución, por lo que más queráis; la Constitución, nuestra Constitución, socorro, auxilio, fuego, fuego!
Cuando ustedes, señores, donde y cuando quiera que ello sea, ven que se alza un partido que tiene por grito de guerra ese grito angustioso de ¡agruparse en torno a la Constitución! ¿qué piensan, qué debemos todos pensar? Al hacer a ustedes esta pregunta, señores, no apelo a sus deseos, no me dirijo a ustedes llamando a su voluntad. Les pregunto, pura y simplemente, como a hombres conscientes: ¿Qué inferirán ustedes, qué deberá nesesariamente inferirse de espectáculo semejante?
Estoy seguro, señores, de que, sin necesidad de ser profetas, dirán, cuando tal observen: esa Constitución está dando las boqueadas; ya podemos darla por muerta, unos cuantos años más y habrá dejado de existir.
La razón es sencillísima. Cuando una Constitución escrita corresponde a los factores reales de poder que rigen en el país, no se oye nunca ese grito de angustia. Ya todos se cuidarán mucho de acercarse demasiado a semejante Constitución, de no guardarle el respeto debido. Con Constituciones de éstas, a nadie que este en su sano juicio se le ocurre, jugar, si no quiere pasarlo mal. Con ellas no valen bromas. No, allí donde la Constitución escrita refleja los factores reales y efectivos de poder, no se dará jamás el espectáculo de un partido que tome por bandera el respeto a la Constitución. Mala señal que ese grito resuene, pues ello es indicio seguro e infalible de que es el miedo quien lo exhala. indicio infalible de que en la Constitución escrita hay algo que no se ajusta a la Constitución real, a la realidad, a los factores reales de poder. Y si esto sucede, si este divorcio existe, la Constitución escrita está perdida, y no hay Dios ni hay grito capaz de salvarla.
Esa Constitución podrá ser reformada radicalmente, girando a derecha o a izquierda, pero mantenida, nunca. Ya el solo hecho de que se grite que hay que conservaria es clara prueba de su caducidad, para cualquiera que sepa ver claro. Podrá desplazarse hacia la derecha, si el Gobierno cree necesaria esta transformación para oponer la Constitución escrita, aconsonantándola con los factores reales de poder, al poder organizado de la sociedad. Otras veces es el poder inorgánico de ésta el que se alza para demostrar una vez más que es superior al poder organizado. En este caso, la Constitución se transforma y se cancela girando a la izquierda, como antes en sentido derechista. Pero tanto en uno como en otro caso, la Constitución perece, está perdida y no hay quien la salve.

IV.- CONCLUSIONES PRÁCTICAS
Si ustedes, señores, no se han limitado a seguir y meditar cuidadosamente la conferencia que he tenido el honor de desarrollar aqui, sino que, llevando adelante las ideas que la animan, deducen de ellas todas las consecuencias que entrañan, se hallarán en posesión de todas las normas del arte y de la sabiduria constitucionales. Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder: la verdadera Constitución de un pais sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese pais rigen, y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social, de ahí los criterios fundamentales que deben ustedes retener. En esta conferencia me he limitado a desarrollarlos de un modo especial en relación con el Ejército. Por dos razones: la primera es que la premura del tiempo no me permitiría más, y la segunda que el Ejército constituye el más importante y decisivo de todos los resortes del poder organizado. Pero ya comprenderán ustedes, sin necesidad de que yo se los explique, que lo mismo que hemos dicho del Ejército acontece con la organización de los funcionarios de justicia, los empleados de la administración pública, etc.; también éstos son resortes orgánicos de poder de una sociedad. Si no olvidan ustedes esta conferencia, señores, y vuelven a verse alguna vez en el trance de tener que darse a sí mismos una Constitución, espero que sabrán ustedes ya cómo se hacen estas cosas, y que no se limitarán a extender y firmar una hoja de papel, dejando intactas las fuerzas reales que mandan en el país.
Hasta que ese día llegue, y provisionalmente, para el uso diario, como si dijéramos, esta conferencia servirá también para abrirles los ojos, aunque yo no haya aludido a ello, acerca de la verdadera necesidad a que responden esos nuevos proyectos militares de aumentos de efectivos que reclaman su aprobación. Ustedes mismos sin más que aplicar lo que han oído aquí, pondrán el dedo en la fuente recóndita de que brotan esas reformas solicitadas.
La monarquía, señores tiene servidores prácticos no retóricos y grandes oradores, servidores prácticos como yo los desearía para ustedes.

LA VERDAD DE LA TEORIA, CONFIRMADA POR LOS ADVERSARIOS
Pero antes de pasar adelante, permítanme ustedes que vuelva a insistir en la fuerza incondicional de verdad que encierra la teoría expuesta por mí acerca de lo que es una Constitución y sobre la que he de basar hoy, como fundamento animico, todas mis investigaciones. Saben ustedes, señores, que entre partidos políticos opuestos no hay ninguna acusación política que no suscite discusión acalorada. Nada de lo que un partido político acata y profesa como indiscutible prevalece como tal ante los demás, que lo desechan como absolutamente falso con la misma fuerza de convicción con que aquél lo abraza por verdadero. Casi se siente uno movido a pensar -y no faltan, en efecto, espíritus escépticos y vacilantes que tal entiendan- que la verdad no existe, que no existe o ha desaparecido ya una razón humana única y común a todos, viendo cuán absolutamente, con qué desprecio y con que despecho unos partidos rechazan como indiscutiblemente falso lo que otros, con la misma fuerza absoluta, acatan como axiomático e irrebatible. Sólo a la ciencia le es dado penetrar en esta cruda disonancia de opiniones, en este estridente coro de desarmonías, de afirmaciones que se acusan de mentirosas unas a otras, para alumbrar una verdad cuyo resplandor es tan claro y potente, que hasta los partidos politicos más dispares se ven obligados a reconocer. Los casos en que tal acontece constituyen por tanto, un verdadero triunfo de la ciencia y una contrastación muy poderosa de los quilates de verdad que encierra una teoría. Uno de estos raros casos de excepción es el que se da con la teoría constitucional que hube de exponer ante ustedes en mi pasada conferencia.
Yo pertenezco, señores, como todos ustedes saben, al partido de la democracia pura y resuelta (13). No obstante, hasta un órgano político tan poco sospechoso de connivencia con mis ideas como Die Kreuzzeitung no pudo menos de reconocer, sin ambages, la verdad indiscutible de la teoria constitucional sustentada por mí. En el número 132 (8 de junio de 1862), este periódico consagra un artículo editorial a comentar mi conferencia, y se expresa en los términos siguientes: El discurso de un judio revolucionario del que se habló mucho en su tiempo y que, con certero instinto, da en el clavo de la cuestión, aunque no diga, ni mucho menos, todo lo que sabe y piensa. Procuraré ir purgando, conforme haga falta, este último defecto que se me reprocha. Die Kreuzzeitung puede estar sequro de que haré todo lo posible por confirmar su sospecha, dando expresión, a medida que las circunstancias lo vayan demandando, en su momento oportuno, cada vez más abiertamente, a todo lo que pienso y sé. Lo que por ahora me interesa es levantar acta de su confesión, en que reconoce que doy en el clavo con mi teoría constitucional. Pero no es sólo este periódico de la derecha el que lo reconoce, también los ministros reconocen en todo la verdad de mi teoría. Veamoslo. En una sesión de la Cámara de diputados, la del 12 de septiembre de 1862, el ministro de la Guerra, señor van Roon, declaraba que su concepción de la historia tendía a que la mayor parte, la parte primordial de ésta, no sólo entre los diferentes Estados, sino dentro de las fronteras de cada Estado, no era otra cosa que la pugna en torno al poder y a la conquista de nuevo poder entre los diversos factores.
Es, como ven ustedes, expresada exactamente con las mismas palabras, la teoría que yo hube de desarrollar sobre una amplia base histórica, y que luego vió la luz en un folleto. Cierto es que el ministro de la Guerra pronunció también en la misma intervención y unas cuantas líneas más abajo del pasaje que acabo de citar, estas notables palabras: Existen en Berlin, fuera de la Cámara de diputados, personas afiliadas a partidos que -y ahora voy a citar sus palabras textualmente- han expuesto por escrito y de palabra, ante agrupaciones politicas locales y en la Prensa, las tendencias más peregrinas, y también, a mi modo de ver, más subversivas. Como ante las agrupaciones políticas locales a que el ministro alude no se ha pronunciado, hasta ahora, que yo sepa, fuera de la mía, ninguna otra conferencia a que pueda aplicarse por ningún concepto ese calificativo de tendencias subversivas, y como además el periódico afecto al ministro acusó a mi conferencia, repetidas veces, ya que hube de pronunciarla ante tres o cuatro asambleas distintas, de encerrar tendencias subversivas, me creo autorizado a pensar, teniendo en cuenta además que el ministro de la Guerra, poco después, hacia suya, como su concepción de la historia, la idea fundamental de aquella conferencia; me creo, digo, autorizado a creer, por todas estas razones, que la acusación del ministro, en la parte que toca a las conferencias locales, quiere aludir a la pronunciada por mí hace unos meses ante este auditorio sobre el verdadero concepto de una Constitución.
Ahora bien, señores, comprenderán ustedes que tiene que parecerme maravilloso y un tanto chocante que el señor ministro de la Guerra encuentre subversiva, puesta en mis labios, la misma concepción de la historia, y hasta expresada exactamente con las mismas palabras, que mantenida por él tiene, por lo visto, un carácter conservador. Pero ocurre algo todavía más notable y maravilloso, y es que el ministro, en la misma intervención a que nos venimos refiriendo, reprocha a la Cámara el no haber desautorizado esas tendencias expresadas en la Prensa y ante distintas agrupaciones políticas locales, a que más arriba había aludido. ¿Es que la Cámara tiene jurisdicción, o es de su incumbencia desautorizarme a mí o a cualquier otro orador o publicista por las doctrinas que mantengamos? Lo verdaderamente cómico es que el ministro de la Guerra no advierte que, invitando a la Cámara a desautorizar aquella concepción de la historia que él acaba de abrazar, la invita a desautorizarlo a él mismo y a las ideas que profesa. S1n embargo, todo esto no son más que ocurrencias regocijantes de que el ministro habrá de responder por su cuenta ante la lógica y que no tienen nada que ver con el tema de que se trata aqui; lo que importaba únicamente era poner de relieve cómo el ministro de la Guerra de Prusia se solidarizaba plenamente con aquella teoría constitucional expuesta en mi anterior conferencia, abrazándola incluso con las mismas palabras.

1.- LAS VIOLACIONES DE LA CONSTITUCIÓN. PRÁCTICA DE DERECHO CONSTITUCIONAL
No ha sido menos amable con ella el actual presidente del Gobierno, señor Bismarck, al votar por las ideas expuestas aquí por mí, y no como aportación de un testimonio personal, sino en nombre de todo el Gobierno. Todos ustedes saben que la Constitución reconoce expresamente a la Cámara el derecho indiscutible e indiscutido de aprobar o rechazar los prespuestos púbhcos presentados por el Gobierno. El Parlamento creyó oportuno hacer uso de esta facultad: desautorizándolos. Ahora bien, el señor Bismarck no niega que la Cámara esté en su derecho. Pero dice -son sus palabras textuales, pronunciadas en la sesión de 7 de octubre-: Los problemas de derecho de la indole de éste, no suelen resolverse echando a reñir dos teorías opuestas, sino paulatinamente, por la práctica del derecho constitucional. Si se fijan ustedes un poco, señores, verán que aqui está contenida y desarrollada, aunque sea en términos un poco velados y pudorosos, como cuadra a un ministro, toda mi teoría. El señor Bismarck traduce lo que yo llamo derecho del Parlamento esfumando el concepto, por la expresión de problemas de derecho. No niega -¿cómo habia de negarlo?- que esto que él llama problemas de derecho y yo llamo sencillamente derecho, figura en la hoja de papel, en la Constitución escrita. Pero, concedido esto, añade: Aunque figure allí, en la hoja de papel, lo que en la realidad decide y da la norma es la práctica, la práctica del derecho constitucional. Esta expresión velada, la práctica del derecho constitucional, la voz de los hechos y de la realidad que se impone al derecho escueto y a la teoría jurídica, no hace más que sustituir, sin que la claridad salga ganando nada con ello, a lo que yo llamaba los factores reales de poder. Quedaos vosotros con la hoja de papel, nos viene a decir el señor Bismarck, traduciendo su cauto lenguaje ministerial al lenguaje de la verdad sin adornos; a mi me basta con manejar los factores reales y efectivos del poder organizado, el Ejército, las finanzas, los tribunales de justicia, estos factores reales de poder, que son en última instancia los que deciden y dan la norma para la práctica constitucional.
El veto de estos factores efectivos y materiales, dice el señor Bismarck a los diputados, convierte vuestro derecho en mera teoría, en letra muerta, en un simple problema de derecho, y estos mismos factores de autoridad me garantizan desde ahora que el pleito no se fallará precisamente a tono con ese derecho vuestro puramente teórico, registrado en un pedazo de papel. Poco a poco, dice el señor Bismarck, la práccica del derecno constitucional se encargará de ir resolviendo en un sentido muy distinto ese problema de derecho, es decir, ese conflicto entre el derecho meramente escrito en el papel y los factores de poder esculpidos en el bronce de la realidad. Y aquí se nos vuelve a revelar, en una nueva perspectiva, la agudeza de visión del señor Bismarck. Recordarán ustedes que en mi anterior conferencia les explicaba qué eran los precedentes constitucionales. Basta con que una vez, la primera vez, tenga poder para hacer algo, para que a la segund.a vez, al repetirse el acto, me considere ya asistido del derecho necesario. A título de ejemplo para ilustrar este apotegma, aduje ante ustedes aquel principio medieval del derecho constitucional francés, según el cual el pueblo bajo podía ser cargado de tributos y prestaciones sin limitación, Veiamos que este principio no habia empezado siendo más que la expresión desnuda y escueta de los factores reales de poder que regían en la Francia medieval. Este principio empezó reflejando una realidad, la realidad de que el pueblo bajo, en la Edad Media, era tan impotente, que se le podia recargar de impuestos y gabelas a gusto de los gobernantes; y esta proporción de fuerzas efectivas, que empezó siendo mero hecho, acabó por convertirse en norma. Y siguió haciéndose tributar al pueblo como se le venia haciendo tributar desde siempre. Este proceso efectivo brindaba los llamados precedentes, que todavía hoy tienen tanta importancia en el Derecho constitucional inglés. Para gravar de hecho al pueblo con nuevos impuestos y prestaciones, se invocaba frecuentemente, como no podía ser menos, el precedente, la práctica establecida. Y ésta práctica brindaba el principio de derecho constitucional al que luego, en casos análogos, podría recurrirse.
Es, evidentemnte, y a poco que ustedes se fijen lo verán, la misma concatenación lógica de ideas que inspiran al señor Bismarck, cuando afirma que la práctica del derecho constitucional se encargará de ir resolviendo paulatinamente la cuestión en un sentido totalmente distinto.
Si esta vez, año 1862 -quiere dar a entender el señor Bismarck-, consigo imponer mi punto de vista, si dispongo de poder bastante para hacerlo prevalecer, la próxima vez, año 1866, suponiendo que para entonces se me ocurra volver a aumentar los efectivos militares contra la voluntad del Parlamento, y sentar nuevas partidas de gastos no aprobadas por la Cámara, podré invocar ya un derecho para obrar así, podré ya apelar a un precedente. Y si en 1870 se me antoja reforzar otra vez el Ejército y realizar gastos y empeñar créditos contra el voto de las Cortes, mi derecho será ya indiscutible, pues entonces ya serán dos precedentes los que me asistan y podre apoyarme en una práctica del derecho constitucional completa.
Hay que estar, pues, agradecidos al señor Bismarck. Esta agradable perspectiva, la agradable alusión al mañana, sugiriéndonos que no será ésta, seguramente, la última vez que refuerce los contingentes militares contra el voto de la Cámara, o imponga en los presupuestos públicos partidas de gastos rechazados por ella; esta consoladora seguridad de que poco a poco irá erigiendo en práctica constitucional sagrada e inviolable la norma de aumentar el Ejército y los gastos públicos contra el voto del Parlamento, este panorama encantador es el que el señor Bismark brinda al Parlamento y brinda al país para indemmzarles y consolarles de su agresión a la Constitución escrita y a la teoría jurídica real.
Puede que ustedes piensen que este consuelo es un tanto dudoso. Que es algo así -supongamos- como si para vencer la resistencia que ustedes oponen a dejarse dar una paliza y ganar su voluntad, se les prometiese que aquella paliza no sería la última, sino que en lo sucesivo los volverían a zurrar abundantemente.
Pero aunque así sea, no me negarán ustedes, señores, después de analizadas las palabras del señor presidente del gobierno, que estamos ante un conocedor agudo y experto de los problemas constitucionales, que el señor Bismark se mueve de lleno dentro del área de mi teoría, que sabe harto bien que la verdadera Constitución de un país no se encuentra en unas cuantas hojas de papel escritas, sino en los factores reales de poder, y que son éstos, los resortes del poder, y no el derecho extendido en el papel, los que informan la práctica constitucional, es decir, la realidad de los hechos y, por último, que sabe perfectamente bien a qué atenerse respecto a lo que son los precedentes, a cómo se forman y a cómo se pueden luego manejar.
Me permito, pues, señores, llamar la atención de todos ustedes, y muy principalmente de los delegados de la Policla que me escuchen y creyesen encontrar aqui algo punible, acerca de esto: que estoy moviéndome en un terreno perfectamente inatacable y reconocido como bueno por las autoridades supremas del Estado.
Mas no deben ustedes, señores, maravillarse de ver a los hombres del Gobierno expresarse con tal claridad. Ya les hacia notar yo la última vez que los reyes están muy bien servidos, que los servidores de los reyes no son grandes oradores ni retóricos como los del pueblo, pero si hombres prácticos que, aunque no posean una conciencia teórica muy cimentada, tienen un instinto certero para saber lo que en cada caso conviene hacer. Pero no son sólo las opiniones de los gobernantes las que puedo invocar hoy en abono de la verdad de mi teoría, sino algo que tiene mucha más importancia, y es que los hechos mismos se han encargado de confirmarla de la manera más contundente. Recuerden ustedes la profecia que yo hacía aqul en la pasada primavera, como tercera consecuencia derivada de mi punto de vista. Les hacia ver a ustedes en ella cómo y por qué, necesariamente, nuestra actual Constitución estaba en trance de muerte, agonizante y por qué razones no tenía más remedio que ser reformada perentoriamente, en un sentido derechista por el Gobierno, o haciéndola girar a la izquierda por el pueblo; no había más que esos dos caminos, y era una quimerá pensar que la Constitución pudiera mantenerse por más tiempo inalterable. He aquí mis palabras: Esta Constitución está en las últimas, puede darse ya por muerta; unos cuantos años más y habrá dejado de existír. No quería sembrar demasiado pánico, y por eso dije: unos cuantos años más. Los hechos han venido a demostrar que hubiera podido decir perfectamente: unos cuantos meses más, y la Constitución habrá dejado de existir.
El propio presidente de la Cámara de Diputados, señor Grabow, acaba de reconocer en su discurso de clausura del Parlamento que la Constitución ha sufrido grave detrimento. La Cámara alta -un organismo que forma parte integrante de esta misma Constitución- ha cometido una violación constitucional al aprobar los presupuestos públicos rechazados por la Cámara baja. Pero aún es más serio y más grave el golpe asestado contra la Constitución por el propio Gobierno. La Cámara deniega los créditos demandados para la nueva organización militar, y el Gobierno sigue poniéndola en práctica, según su propia confesión, como si nada hubiese ocurrido.
II.- MEDIOS DEFENSIVOS
La lógica, señores, ha triunfado. La Constitución vigente es, por el momento al menos y provisionalmente, una Constitución que ya no rige en la realidad, y la historia ha sobrepujado a nuestra profecía, en lo que al plazo se refiere. Pueden ustedes, pues, tener una confianza absoluta, plena, en la verdad inatacable en la teoria constitucional mantenida por mí. Y si de esta teoría, que así confirman, con tan rara unanimidad, todas las partes litigantes y los hechos mismos, se derivase, con el imperio de la lógica, un medio cuaiquiera para triunfar en el actual conflicto, podríamos darnos por muy satisfechos, pues estaríamos seguros, abrigaríamos la misma seguridad plena y absoluta, de que este medio alumbrado por nuestra teoria nos conduciría sin vacilación, sin posibilidad de fracaso, a la victoria.
Y así es, en efecto. De nuestra teoria se desprende, con evidencia plena, el medio que buscamos, y a exponerlo se encamina, precisamente, mi conferencia de hoy.

1.- Objetivo de la lucha: el derecho de aprobación de los presupuestos
Ante todo, planteemos los térmmos del problema tal y como deben plantearse. En toda investigación es esencialisimo el planteamiento del problema, y muchos resultados falsos no se deben más que a esto, a que no supieron plantearse debidamente los términos del problema investigado. La cuestión que aquí se debate no es esta: ¿qué hacer para salvar e infundir fuerzas duraderas a esta Constitución; es decir, a esta Carta constitucional de enero de 1850, tal y como es, con todos sus pelos y señales? Así planteada la cuestión, señores, ni yo ni nadie podría darle una solución que no fuese aparente y ficticia, pues nadie, por mago que sea, puede infundir vida real a un cadáver, aunque lo consiga galvanizar, dándole una apariencia de vida. Asi, para citar tan sólo un ejemplo, a nadie se le escapa que por lo menos la Cámara alta -que forma parte integrante de la Constitución de 1850 y que necesita sus prerrogativas para obstruir sistemáticamente todos los acuerdos de la Cámara de diputados- no puede, a la larga, perdurar. Y es evidente que, al abolirse ese organismo se destruirá una de las bases esenciales de la actual Constitución. Sin embargo, esto no es problema para ustedes. A ustedes les tiene esto sin cuidado. ¿Por qué ha de interesarles a ustedes que se mantengan en la Constitución normas e instituciones que no hacen más que perjudicarles? ¿Qué les interesa a ustedes, por ejemplo, que se mantenga el articulo 108, en que se dice que el Ejército no prestará juramento a la Constitución? ¿O el articulo III, en que se autoriza al Gobierno para declarar, en determinados casos, el estado de guerra, dejando en suspenso media docena de articulos, que son precisamente los más importantes de toda la Constitución y quedando facultado para violar los derechos más inviolables del hombre y el ciudadano? ¿Ni qué les interesa a ustedes que se conserve el artículo 106, que prohibe a los jueces entrar a discutir la legalidad de los decretos reales? ¿Ni el articulo 109, que exime al Gobierno de la autorización de la Cámara en lo tocante a la cobranza de todos los impuestos que rijan o hayan regido alguna vez? Todos éstos no son más que unos cuantos ejemplos rápidos para demostrar que la persistencia de esta Constitución, tal y como es, con todos sus pelos y señales, no les interesa a ustedes nada, ni, aun interesándoles, sería posible, a la larga, mantenerla en toda su integridad. Lo único que a ustedes les interesa, ante el actual conflicto, es esto: hacer que prevalezca el derecho absoluto del pueblo, que hasta esta Constitución reconoce, a que sus diputados aprueben los presupuestos públicos que han de regir, derecho que no se podrá eliminar tampoco en el futuro de ninguna de las Constituciones que se lleguen a promulgar.
La cuestión, pues, tal como verdaderamente está planteada, la que a nosotros nos interesa, reza así: ¿Cómo imponer y hacer valer en la realidad el derecho que asiste al pueblo de denegar por medio de sus diputados las partidas de gastos que no estime suficientemente justificadas en los presupuestos públicos? Para contestar a esta pregunta, me serviré, como hice también la vez anterior, del método indirecto; es decir, empezaré eliminando todos los recursos que, por plausibles que ellos sean, no sirvan para alcanzar el fin apetecido.

2.- La denegación de impuestos
Si no me equivoco, hay quien piensa que en la próxima legislatura la Cámara deberá acudir al recurso de la denegación de impuestos, al recurso de declarar todos los impuestos ilegales, para constreñir al Gobierno a volver a los cauces de la ley. Pero este recurso, por mucha fascinación que ejerza sobre nosotros, resultaría, en la práctica, palmariamente falso; fracasaría sin alcanzar en modo alguno el fin que se persigue.
Ante todo, hay que reconocer que, con un artículo como el 109 de nuestra Constitución, es más que dudoso que la Cámara pueda rechazar la cobranza de impuestos ya vigentes.
Pero aun admitido que no fuera así, aún admitido que nuestra Constitución reconociera a la Cámara, con palabras escuetas y secas, el derecho a denegar el cobro de impuestos, este recurso seguiría siendo tan poco prático y tan impotente en la realidad como lo es hoy.

A) EL EJEMPLO DE INGLATERRA
La denegación de impuestos, que no debe confundirse todavia con la insurrección, es un recurso muy acreditado, especialmente en Inglaterra, y que alli tiene existencia legal, para obligar al Gobierno a someterse en un punto cualquiera a la voluntad de la nación. La simple amenaza de negarse a pagar los impuestos por parte de los decanos de la ciudad bastó, cuando el bill de reformas de 1830, para obligar a la Corona a ceder, introduciendo en la Cámara de los Lores las reformas necesarias para vencer la resistencia de este Cuerpo legislativo. Ante estos precedentes y estas pruebas de eficacia, nada tiene de extraño que haya quien vuelva los ojos hacia aquel país, buscando en él una salida al conflicto actual, pues ya en la crisis de noviembre del año 1848 no faltaron quienes quisieran aplicar aquí el mismo procedimiento. Pero no debe olvidarse que el acuerdo de denegación de impuestos tomado por la Asamblea nacional en 1848 -y eso que la Asamblea nacional, como Parlamento constituyente que era, tenia el derecho incondicional e indiscutible de adoptar un acuerdo semejante-, resultó completamente estéril en la práctica; como resultaría, si el fracaso no fuera aún más ruidoso, toda reiteración total o parcial, en nuestros días, de aquel acuerdo.
¿Por qué esta diferencia, señores? ¿Por qué una medida tan eficaz en Inglaterra fracasa y necesariamente tiene que fracasar en nuestro pais? No tienen ustedes más que aplicar nuestra teoría para comprender inmediatamente la razón. A la par, se encontrarán ustedes aclarado de este modo un importante fragmento de nuestra historia pasada -la solución dada al conflicto de noviembre de 1848- y curados de fracasos para la presente. Pues es lo cierto que quienes en noviembre de 1848 veían en la denegación de impuestos, por si sola, una medida eficaz, al igual que los que ahora vuelven a dirigir sus miradas hacia ese recurso salvador, pasaban y pasan por alto nada menos que la diferencia fundamentalisima que nuestra teoria ha puesto de relieve entre las Constituciones reales y las Constituciones meramente escritas.
Inglaterra, señores, es un pais en que la verdadera Constitución, la Constitución real, es constitucional; es decir, un país en que el predominio de los factores reales y efectivos de poder, el poder organizado, está de parte de la nación.
En un país semejante, es facilisimo llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos, y ya se guardará mucho el Gobierno de ponerse en semejante trance; por eso basta con que la amenaza se formule para que el Gobierno ceda. Por eso también en ese país la denegación de impuestos no es, ni mucho menos, un recurso que se utilice pura y exclusivamente para repeler los ataques dirigidos a la Constitución vigente, sino por el contrario, como sucedió en 1830, al presentarse el bill de reformas, un arma que permite al pueblo atacar, cuando los intereses del pais lo demandan, a la propia Constitución. Es un recurso pacífico, legal y organizado para someter al Gobierno a la voluntad del pueblo.
No acontece asi en Prusia, donde hoy, como en noviembre de 1848, sólo existe una Constitución escrita o unos cuantos fragmentos de Constitución y donde todos los resortes efectivos del poder, todo el poder organizado, se hallan exclusivamente en manos del Gobierno. Para comprender en todo su alcance esta diferencia, bastará con que se imaginen ustedes el curso que seguiría en la realidad un acuerdo parlamentario de denegación de impuestos en Inglaterra, y el que seguiría en Prusia.
Supongamos que la Cámara de los Comunes acordase negar al Gobierno el pago de impuestos y que el Gobierno, haciendo frente a este voto, se obstinase en hacerlos efectivos por la fuerza. Los agentt:s ejecutivos se presentan en casa del contribuyente inglés y tratan de embargarle. Pero el contribuyente inglés les da con la puerta en las narices. Los agentes ejecutivos lo llevan ante los Tribunales. Pero el juez inglés falla en favor del ciudadano demandado, y además reconoce que éste ha hecho bien resistiéndose al empleo de la fuerza al margen de la ley. Los agentes ejecutivos vuelven a presentarse en casa del ciudadano con un piquete de soldados. El ciudadano sigue resistiéndose y les hace frente, con sus familiares y amigos. Los soldados disparan; hieren y matan a varias personas. Ahora es el ciudadano el que los lleva a ellos ante los Tribunales, y éstos, aun reconociéndose que dispararon por orden de sus superiores, como en Inglaterra semejante orden no exime de responsabilidad cuando se trata de actos cometidos contra la ley, condenarán a los soldados a muerte por homicidio. Por el contrario, si el ciudadano, asistido por sus amigos y familiares, responde al fuego de la tropa y hiere o mata a alguien, los Tribunales lo absolverán, reconociendo que se ha limitado a resistir al empleo ilegal de la fuerza.
Pero hay más. Como en Inglaterra todo el mundo sabe que las cosas se desarrollarán así, como, por tanto, todas las probabilidades de triunfo están desde el primer instante de parte del pueblo, todo el mundo se negará a pagar los impuestos; todos, aun los indiferentes y los que de buena gana pagarían, se resisten a pagar para no atraerse las antipatías de sus conciudadanos, a quienes, según todas las predicciones racionales, está reservada la victoria, para que el día de mañana no les apunten por la calle con el dedo como a malos ciudadanos.
Además, ¿de qué arma dispondría el Gobierno para vencer la resistencia de la Cámara de los Comunes y del pueblo? Dispondría del Ejército. Pero es el caso que en Inglaterra, desde el bill of Rights, el Gobierno tiene que dirigirse todos los años al Parlamento pidiéndole autorización para mantener un ejército. Esta autorización se le otorga anualmente y siempre por plazos de un año, por medio de las llamadas muting-acts, gracias a las cuales el gobierno viene revestido durante el año del imprescindible poder disciplinario sobre la tropa, que de otro modo quedaría sujeta al imperio de las leyes ordinarias vigentes en el país, para todo lo refeente a las sanciones que hubieran de imponerse en caso de insubordinación y amotinamientos. Téngase en cuenta, además, que en esas mismas actas legislativas se indican los contingentes exactos de tropas que el Gobierno queda autorizado para mantener y se consignan los créditos necesarios para su sostenimiento. ¿Qué ocurriría si el gobierno inglés se dejase arrastrar a una pugna con la Cámara de los Comunes? Pues que la Cámara de los Comunes, al finalizar el año, se negaría sencillamente, a renovar aquella delegación de poderes, y a partir de este momento el Gobierno no podría mantener un ejército, no podría pagar a sus tropas, no podría reprimir sus sublevaciones, no tendría autoridad alguna disciplinaria sobre los soldados, que podrían desertar y desertarían tranquilamente, sin exponerse a sanción alguna. Más aún. Como se ha dicho a ustedes, las muting acts señalan anualmente el número de tropas que el gobierno queda autorizado para mantener. En el último año (1861-62) esta cifra no excedìa de 99 000 hombres para toda la Gran Bretaña y sus colonias, con la sola excepción de la India. Como las colonias inglesas son muchas y requieren grandes contingentes de fuerzas armadas, no será exagerado suponer que la mitad de estas tropas se destinan a las colonias, quedando la mitad restante en la metrópoli; es decir, que para una población de veinticinco millones de habitantes, no se autorizan más que 50 000 hombres armados; como pueden ustedes comprender, en estas condiciones no es fácil que las tropas hagan frente am la nación.
Y seguimos adelante, deduciendo consecuencias y efectos reflejos.
Siendo evidente, allí, que casi todo el mundo se resistirá a pagar los impuestos, circunstancia que viene a reforzar infinitamente las perspectivas que ya existían en favor del pueblo, y como además, según hemos visto, el Gobierno sólo está autorizado, según la ley, a sostener en pie de guerra, dentro del territorio, un contingente de Ejercito tan insignificante, el Gobierno inglés no puede estar nunca seguro de que no le fallen sus propios funcionarios, de que no le fallen los mismos resortes de poder de que dispone. Fácilmente advertirán ustedes, señores, que, en la muchedumbre que forman los funcionarios públicos, la actitud que éstos adopten ante un conflicto semejante dependerá muy principalmente de la opinión que se formen acerca de cuál de las dos partes contendientes, el Gobierno o el pueblo, saldrá triunfante de la contienda. Y así como en la Bolsa el alza o la baja experimentada por los valores depende, en buena parte, de la opinión que la mayoría de los bolsistas tenga ya, al abrirse la sesión, respecto a si triunfará el alza o la baja, la conducta de los funcionarios públicos, y con ella el funcionamiento de un factor muy importante para el triunfo, dependerá, en buena parte, de la idea que se formen sobre quién ha de quedar vencedor. Si los funcionarios creen que ha de triunfar el Gobierno, su conducta será la de funcionarios celosos, enérgicos, inexorables. Pero si las circunstancias abonan el parecer contrario, se comportarán de un modo vacilante, inseguro, protestarán, se inhibirán, se pasarán al enemigo. La cosa no puede ser más natural. Unos, porque no quieren jugarse el pellejo, otros porque no desean exponerse a la contingencia de perder su empleo y su sueldo, otros, en fin, porque no quieren aventurar su posición social. Y como la fuerza real y efectiva del pueblo inglés, cuando el Parlamento se decide a votar la denegación de impuestos, es tan grande desde el primer momento, que todo el mundo tiene que creer, quiéralo o no, en su triunfo, los funcionarios ingleses, puestos en el trance de resistir, desertarían en masa del Gobierno, y al presidente del Consejo de ministros, rodeado si acaso de un puñado de existencias catilinarias, de ésas que nada tienen que perder, no le qúedaria otro camino, si se obstinara en cobrar las contribuciones por encima de todo, que sacar a la calle los cañones y empezar a encarcelar gente. Por eso, porque la realidad alli es ésa y no otra, no es fácil que el Gobierno en Inglaterra ponga nunca a la Cámara en el trance de tener que llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos. El Gobierno, colocado ante esa actitud, cederá siempre, y el acuerdo rebelde quedará reducido, en último término, a las proporciones de una demostración pacifica.

B) EL CASO DE PRUSIA
Ahora supongan ustedes que un Parlamento prusiano, por muchos títulos de legitimidad que tuviera para hactorlo, como los tenía en noviembre de 1848, acordase negar al Gobierno la cobranza de impuestos.
A nadie se le ocurrirá pensar que el Gobierno fuese a renunciar por esto a hacer efectivas las contribuciones. El contribuyente arroja de su casa al agente de arbitrios. Muy bien. Se le sienta en el banquillo de los acusados, y nuestros jueces, inconmovibles a pesar de todos los magníficos discursos de la defensa, lo condenan a tantos y tantos meses de cárcel por resistencia a las órdenes del Gobierno. El agente fiscal vuelve a presentarse, seguido de un piquete de soldados, que hacen fuego sobre el contribuyente y sobre los amigos que le rodean y apoyan sus pretensiones, hiriendo y matando a varios. Seria un iluso quien pensase en llevar ante los Tribunales a los soldados y al agente ejecutivo. Ellos se han 1imitado a cumplir las órdenes de sus superiores, y esto les exime de toda responsabilidad. Imaginémonos, en cambio, que sea el contribuyente el que dispara sobre el agente fiscal y los instrumentos de la fuerza armada, hiriendo o matando a algunos de ellos. Le harán comparecer ante los Tribunales en juicio sumarísimo, y a las pocas horas estará condenado y ejecutado.
Y como todo el mundo sabe que las cosas ocurrirán así, como todas las probabilidades hablan o en contra del contribuyente, no habrá más que una pequeña minoría de hombres de carácter firme y decidido que se resistan a pagar los impuestos; lo cual, a su vez, reforzará las perspectivas que el Gobierno tiene de imponerse; y como en Prusia, además, el Gobierno no necesita que el Parlamento le autorice año por año a mantener un Ejército de determinadas proporciones, ni necesita tampoco que las Cortes deleguen en él su poder disciplinario sobre el mismo; y como, finalmente, nuestro Gobierno no se contenta, como el inglés, con un Ejército de unos 50.000 hombres para veinticinco millones de habitantes, sino que para dieciocho millones de población civil solamente, sostiene en pie de guerra un Ejército de más de 140.000 hombres, con los cuales tiene en sus manos una magnifica arma para dar cumplimiento a sus órdenes, cualesquiera que éstas sean -según la nueva organización del Ejército, las tropas en pie de guerra son todavía más, son cerca de 200.000 hombres-, conseguirá, sin ningún género de duda, que la inmensa mayoría de los funcionarios se le mantenga fiel ante semejante conflicto, y así sucesivamente, sin más que recorrer todo el ciclo a la inversa. Y a la postre, el acuerdo de denegación de impuestos resultará un fiasco y no habrá servido, si acaso, más que para molestar con persecuciones judiciales a nuestros mejores ciudadanos, que fue lo que ocurrió en 1848.
De aquí se deduce, señores, que la denegación de impuestos por el Parlamento, como medida aislada, no es recurso eficaz más que en manos de un pueblo que tenga ya de su parte los resortes efectivos del poder organizado, que haya conquistado ya la fortaleza y dispare desde dentro, pero representa un arma inútil cuando el pueblo que la maneja no tiene más baluarte que una Constitución escrita y no ha asaltado aún el arsenal de los resortes efectivos del poder.
Por no haberlo sabido ver claramente, por no haber parado mientes en esta teoría, fracasó la Asamblea Nacional de 1848. Para un pueblo que se disponía a asaltar aquella fortaleza, que no lo había hecho aún y tenía que hacerlo, la denegación de impuestos por el Parlamento no tenía razón de ser más que si con ella se quería encender una insurrección general en el país.
Pero en esto, señores, en un alzamiento armado, espero que nadie pensará, en las actuales circunstancias; pues por razones obvias que ustedes me dispensarán de exponer aquí, hoy en día sería quimérico pensar en sacar adelante un movimiento de esta índole.
No ocurría así, ciertamente, en noviembre de 1848, cuando el Parlamento votó la denegación de impuestos. En medio del ambiente de general excitación que entonces reinaba, pudo muy bien haberse llevado a cabo una insurrección triunfante, y el acuerdo votado por la Asamblea Nacional hubiera estado muy en su punto, si las Cortes, siguiendo consecuentemente la línea de conducta iniciada, hubieran decretado el alzamiento nacional del país. Lo impidió, como saben todos ustedes, aquella resistencia pasiva, de triste recordación, inventada por un parlamentario.
Pero hoy que la idea de una insurrección, lo repito, sería completamente quimérica en las circunstancias dominantes, y en que semejante tentativa no haría más que poner el triunfo en manos del Gobierno; hoy, sería completamente incongruente pensar en esgrimir esa arma de la denegación de impuestos.
Si, pues, no cabe este recurso, ni cabe tampoco, por el momento, organizar una insurrección, ¿qué salida nos queda? ¿O es que estamos totalmente desamparados e indefensos?

3.- Proclamar la realidad de lo que es
No, señores, no lo estamos. La Cámara posee, por el contrario, un recurso de irresistible fuerza y eficacia, un recurso que tiene necesariamente, infaliblemente, que vencer la resistencia del Gobierno.
Este recurso, que acaso se les hará a ustedes ininteligible, en la fórmula en que voy a exponerlo, por la sencillez misma de esta fórmula, consiste pura y simplemente en esto: en que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.

A) El SEUDOCONSTITUCIONALISMO
Para saber lo que esto significa, para darse idea de la profundidad que se oculta bajo la sencillez de esta fórmula, tenemos que remontarnos a esta cuestión: ¿Qué es y cómo nace el seudoconstitucionalismo?
La contestación que demos a esta pregunta no puede ser dudosa para quien tenga presente lo expuesto en mi anterior conferencia.
En ella expuse a ustedes que mientras la propiedad del suelo y la producción agrícola eran la fuente más importante de la riqueza social en el país y este poder primordial residía, efectivamente, en manos de los terratenientes de la nobleza, la Constitución del país tenía que ser necesariamente feudal y la monarquía hallarse mediatizada.
Expuse a ustedes, asimismo, documentando mis deducciones paso a paso sobre la historia, que, al crecer la población y tomar incremento, como consecuencia de ello, la producción industrial burguesa, el juego recíproco de fuerzas empieza a desplazarse hacia el campo de la monarquía, hasta que, una vez que la producción industrial burguesa acaba por convertirse en fuente primaria de la riqueza social, se implanta la monarquía absoluta, y la nobleza, reducida a la impotencia, degenera, forzosamente, en elemento decorativo del trono. Y finalmente, expuse a ustedes cómo al seguir desarrollándose incesantemente, hasta cobrar proporciones gigantescas, el comercio y la industria, a la par que, impulsada por este proceso, iba creciendo con pujanza imponente la población, tenía que sobrevenir un punto en que la monarquía no pudiese ya mantenerse a la altura de estos avances poderosos de la burguesía, por medio de sus ejércitos permanentes, y en que la burguesía, sintiéndose verdadero titular del poder social, pugnase por conseguir que éste se regentase y administrase conforme a su voluntad; y este momento histórico de la sociedad, en que sus factores reales de poder se habían ido transformando ya de un modo tan radical, hace estallar, como decíamos, las jornadas de marzo de 1848.
Pero en aquella conferencia me preocupé también de advertirles, señores, aduciendo razones, que la lucha no había acabado, que no podía darse por terminada, ni por asomo, con el nuevo poder social de la burguesía, por mucho que éste se impusiera, rompiendo triunfalmente los viejos moldes, como lo hizo el 18 de marzo de 1848. Les decía, como recordarán ustedes, que el poder social concentrado en manos de la burguesía, por grande que fuese y por arrollador que fuese, era un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder concentrado en manos del Gobierno, aunque no fuese tan grande, tenía una organización, era un poder disciplinado y dispuesto para dar de nuevo la batalla a cualquier hora del día o de la noche; y que, por tanto, si la burguesía no sabia aprovechar rápida y enérgicamente su ofensiva victoriosa para traer a sus manos aquel poder organizado que hasta ahora tenía enfrente, el absolutismo sabría y tendría necesariamente que encontrar el momento propicio para entablar de nuevo la lucha interrumpida, esta vez victoriosamente, dando la batalla para mucho tiempo, por grande que él fuese, al poder de la burguesía.
Y así ocurrió, en efecto, y todos ustedes recuerdan perfectamente la fecha de ese acontecimiento, que se llama la contrarrevolución de noviembre de 1848.
Ahora bien: ¿qué hace el absolutismo, después de llevar a cabo una contrarrevolución triunfante como ésta?
El absolutismo tiende a perpetuarse, es cierto. ¿Pero se obstinará en perpetuarse, aunque así sea, retornando a las viejas formas, volviendo a plasmarse en los viejos moldes, desplegando a los ojos de todos, escueta y desnuda, franca y sincera la realidad absolutista? ¿Hará añicos la Constitución, para seguir gobernando sin Carta constitucional de ningún género y sin traba ninguna real ni aparente, que menoscabe su poder despótico, volviendo a la fase de antes? ¡No, por cierto! No es tan necio como todo eso. El absolutismo, cuando ha sido abatido una vez, como lo fue en nuestro país el 18 de marzo, comprende por experiencia que el poder social inorgánico de la burguesía es, en el fondo, muy superior al suyo, y que si bien lo ha derrotado en un momento propicio, pasajeramente, gracias a la gran disciplina del poder organizado de que dispone, la burguesía sigue representando, a pesar de todo, lo mismo que antes, la supremacía social, todo lo inorgánica y desorganizada que se quiera, pero la verdadera supremacia; que, por tanto, de un momento a otro, cuando menos se piense, puede estallar un nuevo conflicto en que él, el absolutismo, vuelva a salir derrotado, y derrotado para siempre, si el enemigo sabe, aprovechando la lección del pasado, explotar mejor esta derrota.
El absolutismo, tan pronto como cobra conciencia de la supremacía social de la burguesía, tiene algo así como un vago presentimiento de que, del mismo modo que un hombre sólo puede engendrar otro hombre, un mono otro mono y todos los seres otros iguales a ellos y formados a su imagen y semejanza, a la larga, en el transcurso del tiempo, el poder elemental e inorgánico imperante en la sociedad, acabará por engendrar, como criatura suya y a su imagen y semejanza, el poder organizado, o sea una nueva forma de gobierno. El absolutismo tiene, digo, un presentimiento más o menos confuso de todo esto, pues los hombres de gobierno son, como ya he dicho varias veces, hombres prácticos que poseen el instinto de saber lo que las circunstanrias aconsejan. Hay un viejo dicho popular, muy certero, que recoge esta intuición: es aquel que dice: a quien Dios le da un empleo, le da también inteligencia para desempeñarlo. Así; los empleos, por la situación en que colocan a los hombres, engendran en ellos ciertas dotes y cualidades, aun cuando no las tuviesen antes de ocuparlos. Y no puede ser de otro modo, aunque los charlatanes no tengan la menor idea de ello, ni de la gran verdad que en aquel dicho se encierra.
Ya decía el viejo diplomático Talleyrand (14): On peut tout faire avec les bayonnettes excepté s y asscoir. (Teniendo las bayonetas, puede hacerse todo, menos sentarse en ellas. Ya se imaginan ustedes, señores, por qué. Las bayonetas se le clavarían a uno en las posaderas. Talleyrand quería dar a entender, en esta forma epigramática, que disponiendo de las bayonetas, el gobernante podía momentáneamente hacer todo cuanto se le antojase, todo menos convertirlas en un fundamento sólido y permanente de poder.
Al absolutismo, por mucho que abuse de su poder no le agrada nada esa existencia precaria de un régimen que vive en divorcio manifiesto y explícito con los poderes sociales del país, expuesto a cada momento a que estos poderes se le caigan encima como una avalancha, y lo aplasten.
Por eso, llevado de su instinto de conservación adiestrado por la experiencia, echa mano de un recurso, el único de que dispone para permanecer en el Poder el mayor tiempo posible: este recurso es el seudoconstitucionalismo.
En qué consiste el seudoconstitucionalismo, lo saben ustedes.
El absolutismo otorga una Constitución en que los derechos del pueblo y de sus representantes quedan reducidos a una porción mínima, privada además de toda garantía real, y los representantes del pueblo, curados de antemano, por medio de ella, de la posibilidad o de la ventolera de alzarse contra el rey y declararse independientes de la Corona. En cuanto un diputado intenta hacer que prevalezca la voluntad del pueblo contra la del Gobierno, éste procura desprestigiar la tentativa, aplicándole el mote de parlamentarismo, como si la esencia de un Gobierno verdaderamente constitucional no residiese pura y exclusivamente en el sistema parlamentario. Finalmente, el régimen abriga siempre la reserva mental de que si a pesar de todas estas cautelas, llega un momento en que la representación popular se decide a votar por su cuenta, sin respetar la voluntad del Gobierno, este voto será considerado nulo, aunque guardando siempre, claro está, la apariencia externa y decorativa de las formas constitucionales.
El absolutisrno, al dar este paso, disfrazándose de régimen constitucional, avanza un gran trecho en la defensa de sus intereses y consolida su existencia por tiempo indefinido.
Si el absolutismo, por ceguera, se obstinara en mantenerse dentro de los viejos moldes, sin velos ni envolturas, franca y abiertamente, tendría los días contados. El divorcio manifiesto, patente, que se abriría entre él y la realidad social, haría de su derrocamiento la consigna constante y diaria de la sociedad. La sociedad entera se convertiría, sin poder evitarlo, por la fuerza de las cosas, en una gran conspiración encaminada a derribar aquella forma de gobierno. No hay régimen que pueda afrontar a la larga semejante situación. Un Gobierno puede, si las circunstancias le son propicias, concentrar en un momento dado sus tropas y lanzarlas al ataque victoriosamente, haciendo triunfar la contrarrevolución. Pero su situación es más difícil cuando, en vez de atacar, se ve atacado y tiene que mantenerse a la defensiva ante los ataques del pueblo. En esta clase de luchas, el atacante lleva casi siempre las de ganar, por una razón: porque es él quien elige el momento más favorable para el ataque. Así se explica que en los movimientos politicos de este siglo los Gobiernos hayan salido casi siempre triunfantes en los golpes de Estado y derrotados, en cambio, en las revoluciones.
Sin embargo, puede también ocurrir que el Gobierno rechace victoriosamente el ataque del pueblo, cuando lo vea venir, cuando lo espere dentro de un determinado plazo, no muy largo, y pueda contar con él. Lo que el Gobierno no puede, o es para é! de una dificultad casi invencible, es mantenerse armado y en pie de guerra épocas enteras, años y años, equipado para repeler un ataque que puede sobrevenir acaso en el momento más desesperado, en aquel en que más dificultades y complicaciones se acumulen sobre el Gobierno. Situaciones como éstas acaban por hacerse insostenibles para el régimen y son, por tanto, desde su punto de vista, poco apetecibles.
En cambio, cuando el Gobierno, aun siendo absolutista, sabe rodearse de una apariencia innocua de formas constitucionales, aunque bajo este manto siga manteniendo el viejo absolutismo, está en situación ventajosísima, pues la clase predominante en la sociedad se adormece y queda tranquila, arrullada por la aparente adecuación que cree felizmente conseguida entre la forma de gobierno y la voluntad del país. Lo que se trataba de conseguir, aquello por lo que había que luchar, se cree ya conseguido, y este espejismo aplaca los ánimos, paraliza y embota las armas y lleva la satisfacción o la indiferencia a las masas del pueblo. A partir de este momento la conciencia de la sociedad se aleja de la campaña de oposición al Gobierno, y esta labor queda encomendada única y exclusivamente a esas fuerzas inconscientes, sordas, que laten y actúan en el seno de todas las sociedades.
El seudoconstitucionalismo no es, por tanto -conviene mucho, señores, que no olvidemos esto-, una conquista del pueblo, sino, por el contrario, un triunfo del absolutismo, con el cual consigue este mantener su régimen el mayor tiempo posible.
El seudoconstitucionalismo consiste, según esto, como ya ustedes han podido comprobar, en que el Gobierno proclame lo que no es; consiste en hacer pasar por constitucional a un Estado que es, en realidad, un Estado absoluto; consiste en el engaño y la mentira.

B) ¡OBLIGAD AL ABSOLUTISMO A QUITARSE LA CARETA!
Frente a esta mentira y frente a este poder, no hay más recurso absoluto e infalible que descubrir el engaño; el procedimiento es bien sencillo, pues sólo consiste en destruir una apaciencia, haciendo imposible la continuación de aquellas formas engañosas y cortando así el paso a sus efectos desorientadores. Consiste en obligar al Gobierno a quitarse el velo de la hipocresia, presentándose formalmente ante el país y ante el mundo como lo que en realidad es: como un Gobierno absoluto.
Es necesario, decía, y no hay otro medio infalible para triunfar, que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.
Es necesario que la Cámara, inmediatamente de reunirse, tome un acuerdo encaminado a ese fin, acuerdo que, para mayor claridad, voy a permitirme esbozar aqui a titulo de ejemplo.
El acuerdo que la Cámara debe necesariamente adoptar en su primera reunión, tal y como yo lo concibo, es el siguiente:
Considerando que la Cámara ha denegado los créditos necesarios para la nueva organización militar; no obstante lo cual, el Gobierno, sin preocuparse de ello ni tener en cuenta para nada el acuerdo tomado, sigue realizando, según reconoce, gastos encaminados a ese fin; considerando que, mientras esto suceda, la Constitución prusiana, según la cual el Gobierno no puede en modo alguno proceder a hacer gastos que no estén autorizados por ambas Cámaras, no es más que unes mentira; considerando que, en estas circunstancias y mientras esta situación dure, seria indigno de los representantes del pueblo y supondría una complicidad directa de éstos en la violación constitucional cometida por el Gobierno, seguir deliberando y tomando acuerdos con éste, ayudándole de este modo a mantener la apariencia de una situación constitucional ... la Cámara posuelve suspender sus sesiones por tiempo indefinido, mientras el Gobierno no aporte pruebas de haber puesto término a los gastos desautorizados.
Bastaría que la Cámara tomase este acuerdo para que el Gobierno quedara indefectiblemente derrotado. Las razones son muy sencillas y van implícitas en lo que acabamos de decir. Este acuerdo no se sale para nada de las facultades jurídicas del Parlamento y nada podrían contra él el Poder ejecutivo ni los Trihunales. El Gobierno, colocado ante esta actitud de la Cámara, no tendría más que una alternativa: ceder o resistír. Pero, bien entendido que en el segundo caso, y esto es lo que importa, no le quedaría más camino que gobernar como Gobierno absoluto, sin cendales y sin Parlamento. No se me oculta que se le ofrecería una tercera salida: disolver la Cámara. Pero esta posibilidad no merece siquiera la pena de mencionarse, pues el remedio sería demasiado pasajero para ser eficaz. Los nuevos diputados saldrían inmediatamente elegidos con la misma bandera electoral, y la nueva Cámara reiteraria inmediatamente la declaración de la anterior. Y volveríamos al mismo dilema: el Gobierno tendría necesariamente que someterse o decidirse a gobernar por toda una eternidad sin Parlamento. ¿Pero es que podria prescindir lisa y llanamente de las Cortes? No, no podría. Hay mil razones que lo demuestran. No tienen ustedes más que tender la vista sobre Europa. A donde quiera que miren, en todas partes, con la única excepción de Rusia, y eso porque este país vive en condiciones sociales distintas a las nuestras, se encontrarán ustedes con Estados de forma constitucional. Ni un Napoleón pudo prescindir de la apariencia formalista constitucional para gobernar. En el Estado napoleónico funcionaba una Cámara de diputados. Ya esta sola coincidencia les demuestra a ustedes sobre el terreno de los hechos que en las condiciones actuales de vida de los Estados europeos -y mi teoría ha puesto al descubierto el fundamento claro de esto en las condiciones sociales de poblaci6n y de producción de estos paises- reside una ley de necesidad que les impide ser gobernados sin guardar las formas constitucionales. Observen ustedes el caso de Austria, en que tenemos la prueba más palmaria de lo aquí expuesto. En Austria fue cancelada la Constitución después de triunfar la contrarrevolución armada del año 1849. No es que los austríacos fuesen peores ni más contrarrevolucionarios que los otros. Nada de eso. Lo que ocurre es que el Gobierno austriaco era más candoroso, menos astuto que el nuestro. No habían pasado más que unos cuantos años, y el Gobierno de la monarquía austríaca, espontáneamente, sin que el pueblo se rebelase ni exigiese nada, restauraba, por la cuenta que le tenía, la Constitución. El empleo, para decido con el dicho que citábamos antes, dio al Gobierno de Austria la inteligencia, el talento necesario para comprender que, despojado de toda apariencia formalista constitucional, erigido en Gobierno absoluto claro y franco, tendría una existencia muy precaria y no tardaría en saltar hecho añicos.
Díganme ustedes ahora, si sería posible que Prusia, precisamente Prusia, fuese un islote de absolutismo declarado en medio de Europa: si es posible que Prusia, con su pujante burguesía, exista y funcione sin formas constitucionales. Adviertan ustedes, además, lo débil que es el Gobierno prusiano frente al extranjero; no pierdan de vista que su posición diplomática en el mundo exterior sería insostenible, que se hallaría expuesta a los puntapiés más soberbios e insoportables de los otros Gobiernos ante el menor conflicto, si se atreviese a afrontar este divorcio declarado y permanente con su propio pueblo, sin acertar a ocultar sus miserias a los ojos del mundo.

C) GOBIERNO Y PUEBLO
Y no se me diga, señores, ni se crea, que éste es un razonamiento poco patriótico. En primer lugar, el político es como el naturalista: ha de observar y contemplar las cosas como son, sin perder de vista ni una sola de las fuerzas activas investigadas. El antagonismo de unos Estados con otros, las rivalidades, los celos, los conflictos en las relaciones diplomáticas, son una fuerza activa innegable, y, buena o mala, agradable o molesta, no bay más remedio que tomarla en consideración. Pero, además, señores, encerrado en el silencio de mi cuarto, entregado a mis estudios históricos, ¡cuántas veces he tenido ocasión de comprobar del modo más minucioso la gran verdad de que sin estas rivalidades y celos de unos Gobiernos con otros, que son el acicate que los espolea a mantenerse a tono con el progreso en el interior del país, no sabriamos en qué etapa de barbarie nos encontraríamos hoy, y con nosotros el mundo todo! Y finalmente, señores, no hay que creer que la existencia del pueblo alemán sea tan precaria y tan mísera que una derrota de sus Gobiernos hubiese de comprometer seriamente la vida de la nación. Si recorren ustedes, señores, la historia con cierto cuidado e intima compenetración con lo que leen, comprobarán que la obra de cultura creada por nuestro pueblo ha sido hasta ahora tan gigantesca y tan imponente, de tal modo resplandece y es ejemplar ante el resto de Europa, que nadie puede dudar que nuestra existencia como nación responde a una necesidad y es indestructible. Si Alemania se viese envuelta en una gran guerra exterior, es posible que en ella se derrumbasen todos nuestros Gobiernos, el de Sajonia, el de Prusia, el de Baviera, todos; pero de los escombros de esa guerra se alzaría como el fénix de sus cenizas, indestructible y perenne, y esto es lo único que a nosotros nos interesa, el pueblo alemán.

D) LA SITUACIÓN FINANCIERA
Vuelvan ustedes ahora la vista, señores, del mundo exteriór a la situación interior del país, al estado de su hacienda. Hace veinte años, en 1841, bajo el Estado absoluto, el presupuesto público de Prusia era de 55 mil1ones.
Hoy, en el año 1863, el presupuesto del Gobierno asciende nada menos que a 144 millones. Es decir, que en menos de veinte años el presupuesto. la carga tributaria, se ha triplicado.
Un Gobierno que se ve obligado a presentar semejante presupuesto, un Gobierno que rige los destinos del pais de ese modo, sin sacar la mano de los bolsillos del contribuyente, tiene que guardar, por lo menos, la apariencla de que gobierna con el asentimiento de la nación.
Si en el rég:men antiguo, en aquel sencillo régimen patriarcal; si con un presupuesto de 55 millones, al que además contribuían con una quinta parte los dominios de la Corona, bastaba el absolutismo paternal, hoy que el presupuesto es de 144 millones, Prusia no se dejaria gobernar, a la larga, por los ukases de ningún Gobierno despótico.

E) LA FUERZA DE LA VERDAD
Y sobre todo, señores, posen ustedes la vista en las conclusiones que anteriormente sacábamos de nuestra teoría, de que las situaciones concretas que acabamos de examinar no son más que simples proyecciones sobre la réalidad, y según las cuales el Gobierno no podria, en modo alguno, abrazar un divorcio sincero y franco con la realidad social. Si el Gobierno, a pesar de todo, se obstinase en ello, si se aventurase a seguír gobernando de un modo absoluto, sin Parlamento, ya se habría conseguido mucho, pues con este reconocimiento sincero, incoado por la Cámara, de la verdadera realidad, con esta aceptación franca del absolutismo por el Gobierno, se habría matado una ilusión, se habría desgarrado el velo de la mentira, los confusos acabarían víendo claro, los indíferentes a las distinciones sutiles abrirían los ojos y se indignarían, la burguesía entera se veria arrastrada desde el primer momento a una lucha latente, subterránea, que minaría los cimientos del Gobierno, toda la sociedad seria una gran conspiración organizada contra él, y al Gobierno, lanzado por esta pendiente, no le quedaría más consuelo que ponerse a estudiar astrología para leer en las estrellas la hora de su muerte inexorable.
Tal es la fuerza que tiene proclamar abiertamente la realidad de las cosas. Es el arma politica más poderosa que existe. Fichte dice en una de sus obras que el proclamar la realidad de lo que era constituía un recurso predilecto del primer Napoleón, y a él debió, en efecto, este gran estadista una buena parte de sus triunfos.
Toda acción política importante consiste en eso, en proclamar la realidad de la cosas, y comienza siempre así.
Del mismo modo que la política mezquina y ruin consiste en silenciar y disfrazar temerosamente la cruda realidad.

F) EL PASADO
Y si yo, señores, no me esforzase por reprimirlas dentro de lo humanamente posible, en gracia a la concordia, podría y debería formular aquí acusaciones políticas muy graves. Hacía ya varios años -desde la nueva era y a la par con ella- que los órganos del partido popular en la Prensa -y no hay por qué silenciarlo, pues aunque yo llevara la discreci6n hasta el punto de no apuntar nombres, en seguida adivinarían ustedes que quería aludir al Volkische Zeitung- venían siguiendo un sistema que no consistía, en puridad, más que en proclamar lo que no era. Arrancaban de la idea preconcebida de que convenía esfumar, silenciar y velar las cosas. Por lo visto, creían que lo aconsejable era persuadir al Gobierno de su carácter constitucional hasta que a fuerza de decirselo, acabara por creerlo. Se trataba, como se ve, de trabajar al Gobierno por la mentira, sin advertir que en la vida, como en la historia, todos los triunfos verdaderos se han alcanzado trabajando, removiendo y sembrando con la verdad. Estos paupérrimos de espíritu no se daban cuenta de que sin advertirlo, se estaban convirtiendo en hombres de Gobierno, no sólo en lo que respecta a los medios empleados, sino también en lo que se refería a los resultados conseguidos. En lo referente a los medios empleados, estos medios eran exactamente los mismos que los que hemos visto que empleaba el absolutismo embozado en la capa del seudoconstitucionalismo: proclamar lo que no es. Y en lo que se refería a los resultados conseguidos, porque estos paupérrimos de espíritu no veían que para engañar al Gobierno desde sus columnas, haciéndole creerse constitucional, tenían que predicar día tras día la misma mentira al pueblo, hasta que esta mentira acabara infiltrándose en él. Y no veían, además, esos paupérrimos de espíritu, que estas mentiras lo único que conseguían era hacer que el Gobierno se envalentonase, asombrado casi ante sí mismo del crédito y del nimbo de que se le rodeaba, de aquella aureola de una nueva era con que le ceñían la frente, empujándolo poco a poco por la senda del seudoconstitucionalismo, tan suave y andadera, hasta llegar, por último, a la meta de sus exigencias militares. Estos paupérrimos de espíritu, que no hacían más que clamar dla tras día desde sus artículos de fondo contra ia inmoralidad, no veían que la mentira es un recurso profundamente inmoral, un arma que en las luchas politicas puede favorecer a las malas artes maquiavélicas del Gobierno, pero que jamás redunda en provecho del pueblo.
Estos paupérrimos de espíritu, señores, son los que tienen, en grandlsima parte, la culpa del giro que han tomado las cosas.
Fueron ellos los que a los gritos de: ¡Unos caballeros! ¡Los ministros son unos caballeros! ¡Hay que tener confianza en los ministros! movieron a la Cámara desde sus artkulos de fondo a aprobar los créditos provisionales solicitadós por un Gobierno seudoconstitucional para la organización del Ejército, y que entonces le hubiera sido mucho más fácil al Parlamento denegar. Ellos fueron los responsables de que se implantase la organización militar, que sin aquellos créditos provisionales no hubiera podido acometerse, y que nos ha traido a esta gravisima situación.
¡Paz al pasado!
Paz al pasado, sí, pero cuidémonos, combatiendo con redoblada e intransigente energía, de que en esta grave batalla del presente no se siga engañando al pueblo y hurtándole sus derechos por medio de una politica de disfraz y de mentira. He expuesto a ustedes el único medio seguro e infalible que daría a1 pueblo el triunfo. Luchen ustedes ahora por conseguir su aplicación. Es menester establecer un intercambio de influencias entre los diputados y la opinión pública. Lancen ustedes este recurso que aquí hemos descubierto como consigna de agitación. Propáguenlo ustedes, luchen por él, hasta ganar el convencimiento de la gente, entre sus amigos, en todos los lugares públicos y privados que frecuenten, dentro del radio de acción a que lleguen sus influencias. Consideren como adversario, consciente o inconscientemente, de la buena causa, a todo aquel que lo repudie. Este recurso es el unico de que la Cámara dispone. Dígaseme si dispone de algún otro. La Cámára incurriría en la más lamentable y absurda ilusión si creyera que por continuar deliberando con el Ministerio y desautorizándole otros créditos, aunque se los desautorizara todos, iba a vencer sin resistencia. El Gobierno, que no tuvo inconveniente en pisotear la primera denegación de la Cámara, indiscutiblemente legítima y constitucional, pasando por encima de ella como si no existiese, ¿cómo va a respetar, por qué va a hacer más caso de una segunda, de una tercera o de una cuarta votación? Lejos de eso, se irá acostumbrando a considerar inexistentes todos aquellos acuerdos del Parlamento que no le agraden. Se irá acostumbrando el Gobierno, y se acostumbrará también el pueblo. Este dulce hábito de despreciar los acuerdos desagradables de las Cámaras arraigará y en el pueblo -y con razón- con más fuerza aún y en más alto grado que en el Gobierno. Una Cámara que se resignase a ver pisoteados sus acuerdos constitucionales, que siguiese deliberando y colaborando con el Gobierno como si nada hubiera ocurrido, que siguiese desempeñando tranquilamente el papel que le repartieron en la comedia del seudoconstitucionalismo, se convertiría en el peor cómplice del Gobierno, pues de este modo le permitiría seguir aplastando, bajo la perdurable apariencia de guardar las normas de la Constitución, los derechos constitucionales del pueblo. La Cámara que así procediese sería más responsable y merecería mayor castigo que el Gobierno. Pues no es mí enemigo quíen mayor castigo merece, síno quien, llamándose mi representante y teniendo por misión defender mis derechos, los vende y los traiciona.

III.- ¡NADA DE PACTOS!
Pero aún seria peor, si cabe, que la Cámara se aviniese ante este conflicto a lo que llaman una transacción, a base, por ejemplo, de fijar en dos años el tiempo de permanencia en filas. Contra esto, señores, es contra lo que deben ustedes alzar la voz con especíal energía. No hay transacción posible ante la cuestión que aquí se debate. Si, por ejemplo, el Gobierno brindase a la Cámara, como fórmula de avenencia, la de señalar en dos años el tiempo de servicio activo y la Cámara se prestase a ello, los intereses del país quedarían abandonados y traícionados en un punto que, aunque ímportante de suyo, no lo es tanto sí se lo compara con la cuestión enfocada en su totalidad. Pues sí se aceptase la organización militar con esta limitación de dos años de servicio actívo, lo que se haría sería escamotear la milicia nacional -en la que reside la verdadera fuerza defensiva del país-, convirtiéndola en reserva de guerra, bajo el mando de oficiales de línea. Y el país se quedaria sin milicia nacional. Junto a este problema capital, en que se juega la milicia nacional del país, la cuestión de saber si el tiempo de permanencia en filas será de dos o tres años, incluso la cuestión de los gastos, quedan reducidas a la nada.
Mas tampoco, en último término, es el problema de la milicia nacional el problema candente y primario que aquí se discute.
El problema que ha pasado a primer término, por virtud del giro que tomaron las cosas, es el problema constitucional de principio. ¿Está el Gobierno obligado a poner fin a los gastos que la Cámara se negó a autorizar? Pues el Gobierno, pese a la repulsa de la Cámara, continúa desarrollando sus planes de gastos como si aquélla no existiese. Si en estas condiciones, la Cámara se aviene a un pacto, cualquiera que él sea, a éste de la limitación del tiempo de permanencia en filas o a cualquier otro, ya no estariamos ante un pacto, ante una transaccion; estariamos ante la bancarrota total del derecho público. Si asi aconteciera, se habria instaurado con toda felicidad la práctica constitucional bismarckiana: en todos los conflictes planteados entre el Gobierno y el derecho de las Cámaras amparado por la Constitución, son éstas las que tienen que ceder. Y triunfaria de este modo el sistema de los precedentes. Por eso tienen ustedes que considerar, sin ambages, como un enemigo consciente o inconsciente, y como inconsciente doblemente peligroso, de la buena causa a todo aquel que les hable a ustedes de pactos, concesiones o avenencias en este punto.
Pero además de ser infalible, nuestro recurso, señores, no encierra ningún peligro, no puede causar ningún mal. A nadie puede acarrear daño, pues si el Gobierno -esto está al alcance de cualquiera- se siente tan decidido a replegarse sobre el absolutismo, que no quiere ceder aunque la Cámara haga aquella declaración y sigue gobernando sin Parlamento, por procedimientos absolutistas francos y sinceros, es evidente que la Cámara carecerá de fuerza, con mucha más razón, para desalojar al Gobierno de la trinchera del seudoconstitucionalismo absolutista y obligarle a ser un Gobierno real y verdaderamente constitucional con esa táctica de transigencia, y de colaboracionismo; con eso, no se conseguirá más que permitir al Gobierno que siga representando ante el país y ante el mundo la comedia del constitucionalismo de mentirijillas; la comedia de este régimen que es mucho más funesto que el absolutismo sin careta ni disfraz, pues extravía la inteligencia popular y deprava, como deprava todo sistema de gobierno basado en la mentira, la moral del pueblo.
El remedio que propugnamos es, pues, en todo caso, innocuo para el país. Lo es también para los diputados que han de aplicarlo y que para ello no necesitan de gran violencia, pues les basta con un poco de energía y claridad de juicio. El único sacrificio que les impone, en el peor de los casos, es renunciar al prestigio de una posición oficial.
Y finalmente el remedio es, como ya les he dicho, sencillamente ineludible e indefectiblemente eficaz. Por eso hay que pensar que el Gobierno, si ese remedio se aplica, retrocederá ante él.
Pero podría también ocurrir -y con esto no saldrían ustedes, señores, perdiendo nada- que el Gobierno no cediese instantáneamente, sino que se obstinase en seguir gobernando sin Cámara durante algún tiempo. Y digo que con esto no saldrlan ustedes perdiendo, porque la humillación del Gobierno ante la majestad del pueblo sería tanto mayor cuanto más tardase en verse obligado a retroceder. Y el acatamiento que no tendría más remedio que hacer al poder social de la burguesía, como potencia superior, sería tanto más rendido cuanto más tardase en volver sobre sus pasos para doblegarse ante la Cámara y el pueblo.
Entonces serían ustedes, señores, quienes habrían de dictar las condiciones de vencedor a vencido. Y ya nada les impediría exigir e imponer el régimen parlamentario, fuera del cual, no hay ni puede haber más régimen que el seudoconstitucionalismo. Nada de perder la cabeza con vértigos reconciliatorios. Me parece que ya tienen ustedes experiencia suficiente para saber lo que es el absolutismo. Nada de nuevos pactos y transacciones; con este enemigo no hay más que un argumento: las manos al cuello y la rodilla sobre el pecho.
Carta abierta
Por Fernando Lassalle
Advertencia preliminar
El 7 de febrero de este año apareció en La Reforma de Berlín, un articulo editorial que me movió a dirigir a este periódico la carta que más abajo se reproduce, suplicando su inserción.
La Reforma de Berlin, que se tiene por radical, se negó a publicarla.
En vista de esto, envié la carta al Vossische Zeitung, haciendo constar que si la Redacción, contra lo que yo esperaba, tenia algún reparo en insertarla en forma de artículo, le rogaba que la publicase como anuncio, pasándome la cuenta con arreglo a las tarifas de publicidad. A mi carta contestó la Redacción del Vossische Zeitung en los siguientes términos:
Estimado señor nuestro:
Lamentamos mucho no poder publicar en ninguna de las formas que nos propone, el articulo que nos envía y que adjunto le devolvemos, por entender que contiene ciertos pasajes que podrían dar lugar a reparos con arreglo a las leyes de imprenta.
Los reparos que se pretextaban sólo eran, naturalmente, eso, un pretexto. El articulo no contenia nada que pudiese justificar su persecución ante los Tribunales -aparte que la responsabilidad sólo hubiera recaído sobre mi como firmante-, y no es de creer que al periódico le asustase la perspectiva de que la policia pudiera recoger cualquiera de los suplementos no politicos en que pudo haber metido como publicidad el artículo en cuestión.
Esa es la libertad de Prensa que otorgan a la democracia los órganos berlineses del partido progresista, en cuanto se trata de algo que no encaja en la ideología y en la lógica de su partido.
Ahogar, silenciar, reprimir todo lo que se salga del baratillo de ideas del partido progresista; tal es la táctica de ese partido y de sus órganos.
No en vano ninguno de esos periódicos -ni, con ellos, el progresista Rheinische Zeitung- se presto a reproducir la declaración con que uno de estos días explicaba el diputado Martiny las razones que le impulsaron a renunciar al acta, pura y simplemente porque desentonaban a los oídos del partido progresista.
Ir a llamar a las puertas del señor Zabel -Nationale Zeitung- hubiera sido más que ganas de perder el tiempo, sabiendo, como yo sabia por anteriores experiencias, que nadie le puede arrebatar a este periódico la maestría en el arte de silenciar y ahogar.
Durante un momento, pensé -¡a esto ha llegado la democracia en Prusia, acosada por la conspiración de la coterie progresista que la rodea!- si debía enviar la carta a la Kreuzzeitung, apelando a la cortesia del enemigo para buscar en sus columnas la hospitalidad que me negaban los periódicos del partido del progreso.
Pero luego, recapacité que no tenía por qué dar este gusto a las artes calumniadoras del Volkische Zeitung. Me quedaba todavía un camino: éste que sigo aqui, publicando la carta en forma de hoja.
F. LASSALLE
Berlin, 13 de febrero de 1863.

DERECHO Y PODER
Estimado señor director:
En el articulo editorial de La Reforma de Berlín, del 7 de febrero, sobre el mensaje de la CAmara alta, aparecen las siguientes palabras:
El conde de Krassow coincide con Lassalle en entender que el conflicto planteado es una cuestión de poder.
Como es sabido, fue el Volkische Zeitung quien dio lugar al equivoco de que en mis conferencias sobre la Constitución se profesaba la teoría de que el poder debia anteponerse al derecho. Tampoco entre el público faltaron cabezas confusas que abrazasen esta ingeniosa interpretación, dando a entender, por lo visto, que el señor Bismarck, con su política, no hacía más que poner en práctica como una doctrina mis enseñanzas.
Las palabras transcritas pueden, por la forma en que están concebidas, contribuir a reforzar en otros este equívoco. Y por muy duro que a uno le resulte ante manifestaciones tales, hacer otra cosa que alzarse de hombros y sonreír, no quiero dejar pasar la ocasión sin hacer aquí algunas breves observaciones.
Si yo hubiese creado el mundo, es muy probable, probabilisimo, que, por lo que a este punto concreto se refiere, y a título de excepción, lo hubiera organizado ajustándome a los deseos del Volkische Zeitung y del conde de Schwerin (15); es decir, de tal manera, que el derecho mandase sobre el poder. Pues así es, en efecto, como cumple a mis exigencias morales y a mis deseos.
Desgraciadamente, no me cupo a mi en suerte crear el mundo, y así, no tengo más remedio que declinar toda responsabilida, lo mismo en lo que toca a las alabanzas que en lo que respecta a las censuras; por su actual organización.
Se olvida que mis conferencias no se proponen precisamente exponer y desarrollar lo que debiera ser, sino lo que real y verdaderamente es; que no pretenden ser disquisiciones éticas, sino investigaciones históricas.
Por eso, aun siendo evidente que el derecho debía prevalecer sobre el poder, tienen que resignarse a la evidencia de que en la realidad ocurre lo contrario, que es siempre el poder el que prevalece sobre el derecho y se le impone y lo sojuzga, hasta que el derecho, por su parte, consigue acumular a su servicio la cantidad suficiente de poder para aplastar el poder del desafuero y la arbitrariedad.
En aquellas conferencias se demuestra que históricamente es y ha sido siempre así, a la par que se ponen de relieve -como no puede menos de hacerlo una teoría- las razones internas que determinan el que en la realidad el poder prospere sobre el derecho desnudo y escueto; pero una investigación histórica cuya finalidad se reducia a patentizar lo que es, y tal y como es, no tenía por qué entrometerse a decir lo que, con arreglo a la conciencia subjetiva del investigador, debiera ser. Dejemos a un lado aquellas razones teóricas profundas, para atenernos a lo que los hechos históricos demuestran y abonan. Y puesto que nos encontramos en la semana de los sucesos patrióticos, permítame usted evocar unos cuantos recuerdos y formular unas cuantas preguntas que afectan a nuestra patria.
¿Prevaleció el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando, en el mes de noviembre de 1848, fue disuelta por las bayonetas la Asamblea nacional?
¿Prevaleció el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando la Cámara convocada para revisar la Constitución fue disuelta de nuevo en el año 1849, a pesar del articulo 112 de la Carta otorgada?
¿Prevaleció el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando en el mes de junio de aquel mismo año fue abolido el derecho de sufragio universal reconocido y sancionado por la ley, para implantarse por decreto el sistema electoral de las tres clases?
¿Prevaleció el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando este decreto electoral de las tres clases fue sancionado legislativamente por una Cámara elegida en virtud del mismo, siendo así que, en derecho, sólo lo podía sancionar una Asamblea elegida por sufragio universal, con arreglo a la ley que seguía rigiendo?
¿Prevaleció el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando una Asamblea elegida por este sistema ilegal de las tres clases, en la que se congregaban un puñado de notables, pero que no era ni mucho menos, la representacIón legal del país, se atrevió a sancionar aquella ley electoral y una Constitución, sin tener la menor competencia juridica para hacerlo?
Y ahora, ¿prevalece el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho, cuando una vez más, como la Cámara ha declarado, el Gobierno viola la Constitución, mantiene con sonrisa impasible sus medidas, y el Parlamento, a pesar de todo, se resigna y sigue prestándole, por el mero hecho de mantenerse reunido, una apariencia constitucional?
Me parece que a la vista de todos estos hechos, no habrá nadie que dude que en la realidad, el poder se impone al derecho desnudo y escueto, y no al revés.
Mas tampoco puedo por menos de declinar el honor de contar entre mis discípulos a los señores Bismarck y conde de Krassow.
El que actúa tiene que cargar con la plena responsabilidad de sus actos ante la moral y el derecho. A esa responsabilidad es ajeno el investigador teórico de la historia, que sólo se cuida de poner de relieve la realidad objetiva, destacando las leyes a que responde, sin preocuparse de lo que debiera ser. En el historiador, su punto de vista subjetivo, ético, no se identifica con el contenido de sus investigaciones, como se identifica en quien actúa con el contenido de sus actos. El señor Bismarck no hace más que confirmar, con su modo de gobernar, lo que yo me había limitado a poner históricamente de manifiesto como una realidad. Lo cual no quiere decir que yo le haya dado las normas éticas a que había de ajustar su actuación.
¿Y qué significa, ante la evidencia de lo que queda dicho, el júbilo devoto con que la Cámara acogió la declaración del conde de Schwerin, asegurando que en el Estado prusiano el derecho prosperaba sobre el poder? Buenas intenciones, y nada más. Esa declaración tendría un valor solemne si se tratase de hombres resueltos por encima de todo a someter el poder a los mandatos del derecho. Pero no es así.
¿Cómo un hombre como el conde de Schwerin, que intervino personalmente como diputado y coma ministro en la mayoria de las violaciones de derecho que acabamos de enumerar, se atreve a decir que el derecho está por encima del poder?
Nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a hablar de derecho en el Estado prusiano, más que la democracia, la antigua y verdadera democracia, la única que se ha mantenido siempre fiel al derecho, sin humillarse a pactar con el poder.
El conde de Schwerin no tiene derecho a hablar de derecho, habiendo tomado parte activa en la mayoría de sus violaciones.
El Volkische Zeitung no tiene derecho a hablar de derecho, habiéndose pasado varios años aceptando la constitución de los notables y todas las violaciones de derecho que enumerábamos, y no sólo aceptándolas, sino más aun, ensalzándolas y glorificándolas.
El señor von Unruh no tiene derecho a hablar de derecho, cuando entre las actas finales de la Asamblea nacional de 1848 figura una protesta firmada por él, en que abjura solemnemente de todo lo que ahora predica declarándolo nulo e ilegal.
El partido progresista no tiene derecho a hablar de derecho cuando acepta de buen grado su más flagrante violación.
La democracia -¡y de ello se siente orgullosa!- es la única que tiene derecho a hablar de derecho, porque es también la única que jamás ha sancionado ni una sola de sus violaciones.
¡Cuántas veces nos habrán reprochado el Volkische Zeitung y otros periódicos de esa cuerda que sólo éramos unos fanáticos abstractos del derecho! Ahora giran en redondo y nos acusan de ser unos fanáticos del poder, de defender una política de fuerza. No hay tal cosa. La democracia no se ha apartado nunca ni un punto de lu línea del derecho. Es el Volkische Zeitung, son el conde de Schwerin, el señor van Unruh y el partido progresista, quienes dejan abandonado al derecho para conseguir en la transacción unas migajas de poder. Pero las cuentas les han salido erradas. Han soltado la prenda del derecho, pero de ese poder que habían de recibir a cambio de su claudicación no les han tocado, como era justo y natural, más que los puntapiés.
Sólo en la democracia reside el derecho, en toda su plenitud, y en ella residirá también pronto, en toda su integridad el poder.
Para que sirvan de orientación a muchas cabezas confusas, en esta época de confusión, le agradecería, estimado señor director, así como a todos los demás periódicos a quienes cabe considerar capaces de esta obra de equidad, que reprodujesen las anteriores líneas.
Su afmo. s. s.
Notas
(1) Un incendio famoso ocurrido en el año 1842 y que redujo a cenizas una parte considerable de la ciudad.
(2) Recordemos que esta conferencia fue pronunciada en 1862.
(3) Notables y poderosos industriales prusianos.
(4) El 1º de abril de 1848 se había prometido al pueblo de Berlìn, alzado revolucionariamente, una ley que sancionara el sufragio universal. Después del golpe de Estado del 5 de diciembre de 1848, la monarquìa otorgó al país, el 30 de mayo de 1849, el sistema electoral de las tres clases, que se mantuvo en vigor hasta la revoluciòn de 1918.
(5) En efecto, 2 691 950 entre 153 808, nos da un igual a 17.5.
(6) Se refiere a la Constitución prusiana del 5 de diciembre de 1848, resp. del 31 de enero de 1850.
(7) Alusión a aquella frase altisonante pronunciada por Friedrich Wilhelm IV el 11 de abril de 1847, en un mensaje de la Corona: Me creo obligado a hacer aquí la solemne declaración de que ni ahora ni nunca permitiré que entre el Dios del cielo y mi país se deslice una hoja escrita a guisa de segunda Providencia
(8) 1713-1740.
(9) Glosa marginal del rey: Afirmaré la soberanía como una roca de bronce.
(10) En 1926 el censo de Berlín arrojaba 4,02 millones de habitantes.
(11) Verso del poeta de la guerra de independencia, Teodoro Kórner (1791-1813).
(12) Como es del conocimiento generalizado, en sí la Comuna de París, concretamente lo sucedido el 18 de marzo de 1871, tuvo su piedra de toque en el momento en que la autoridad gubernamental pretendió retirar a la milicia nacional de París su artillería, siendo entonces cuando el pueblo, mayoritariamente, hubo de oponerse a esa intentona de desarmarle.
(13) Téngase en cuenta que no fue sino hasta el año de 1863 que en Alemania se fundó, por el propio Lasalle, un partido obrero.
(14) Ministro de Napoleón (1754-1838).
(15) Se refiere al conde Schwerin, un viejo liberal, quien llegó a enfrentarse a Bismarck en la Cámara el 27 de enero de 1863, sentenciando que a la larga, la dinastía prusiana sólo se mantendría en el trono con este aximoma: el derecho prevalece sobre el poder. Bismarck le respondió señalándole que no se habían interpretado en forma correcta ni sus palabras ni sus acciones.


 
 
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