INDICE
I Conferencia pronunciada en Berlín durante abril de 1862.
¿Qué es una Constitución?
Ley y Constitución.
Los factores reales de poder.
La monarquía.
La aristocracia.
La gran burguesía.
Los banqueros.
La conciencia colectiva y la cultura en general.
La pequeña burguesía y la clase obrera.
Los factores de poder y las instituciones jurídicas. La hoja de papel.
El sistema electoral de las tres clases.
El senado o cámara señorial.
El Rey y el ejército.
Poder organizado e inorgánico.
II Algo de historia constitucional.
Constitución feudal.
El absolutismo.
La revolución burguesa.
III El arte y la sabiduría constitucionales.
Lo que debió hacerse el 48.
Consecuencias.
El desplazamiento de los factores reales de poder.
Cambios en el papel.
La Constitución vigente deshauciada.
Conclusiones prácticas.
¿Y ahora? Conferencia sobre problemas constitucionales celebrada en noviembre de 1862.
La verdad de la teoría confirmada por los adversarios.
Las violaciones de la Constitución. Práctica del derecho constitucional.
Medios defensivos.
Objetivo de la lucha: el derecho de aprobación de los presupuestos.
La denegación de impuestos.
El ejemplo de Inglaterra.
El caso de Prusia.
Proclamar la realidad de lo que es.
El seudoconstitucionalismo.
¡Obligad al absolutismo a quitarse la careta!
Gobierno y pueblo.
La situación financiera.
La fuerza de la verdad.
El pasado.
¡Nada de pactos!
Carta abierta.
Derecho y poder.
Notas.
Señores:
Se me ha
invitado a pronunciar ante vosotros una conferencia, para la cual he elegido un
tema cuya importancia no necesita encarecimiento, por su gran actualidad. Voy a
hablaros de problemas constitucionales, de qué es una Constitución.
Pero antes de
nada, quiero advertiros que mi conferencia tendrá un carácter estrictamente
científico. Y sin embargo, o mejor dicho, precisamente por ello mismo, no habrá
entre vosotros una sola persona que no sea capaz de seguir y comprender, desde
el principio hasta el fin, lo que aquí se exponga.
Pues la
verdadera ciencia, señores -nunca está de más recordarlo- no es otra cosa que
esa claridad de pensamiento que, sin arrancar de supuesto alguno
preestablecido, va derivando de sí misma, paso a paso, todas sus consecuencias,
imponiéndose con la fuerza coercitiva de la inteligencia a todo aquel que siqa
atentamente su desarrollo.
Esta claridad de
pensamiento no reclama, pues, de quienes escuchan ningún género de premisas
especiales. Antes al contrario, no consistiendo, como acabamos de decir en otra
cosa que en aquella ausencia de toda premisa sobre la que el pensamiento se
edifica, para alumbrar de su propia entraña todos sus resultados, no sólo no
necesita de ellas, sino que no las tolera. Sólo tolera y sólo exige una cosa, y
es que quienes escuchan no traigan consigo supuestos previos de ningún género,
ni prejuicios arraigados, sino que vengan dispuestos a colocarse frente al
tema, por mucho que acerca de él hayan hablado o discurrido, como si lo
investigasen por vez primera, como si aún no supiesen nada fijo de él,
desnudándose, a lo menos por todo el tiempo que dure la nueva investigación, de
cuanto respecto a él estuviesen acostumbrados a dar por sentado.
1.- ¿QUÉ ES UNA CONSTITUClÓN?
Comienzo, pues,
mi conferencia con esta pregunta:
¿Qué es una
Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Por
todas partes y a todas horas, mañana, tarde y noche, estamos oyendo hablar de Constitución
y de problemas constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en
las tabernas y restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las
conversaciones.
Y, sin embargo,
formulada en términos precisos esta pregunta: ¿En qué está la verdadera
esencia, el verdadero concepto de una Constitucíón? mucho me temo que, entre
tantos y tantos como hablan de ello, no haya más que unos pocos, muy pocos, que
puedan darnos una contestación satisfactoria.
Muchos se verían
tentados, seguramente, a echar mano, para contestarnos, al volumen en que se
guarda la legislación prusiana del año 1850, hasta dar en él con la
Constitución del reino de Prusia.
Pero esto no
sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la
materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea,
para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia,
el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?
Si hiciese esta
pregunta a un jurista, me contestaría seguramente en términos parecidos a
éstos: La Constitución es un pacto jurado entre el rey y el pueblo, que
establece los principios básicos de la legislación y del gobierno dentro de un
país. O en términos un poco más generales, puesto que también ha habido y
hay Constituciones republicanas: La Constitución es la ley fundamental
proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización
del Derecho público de esa nación.
Pero todas estas
definiciones jurídicas formales, y otras parecidas que pudieran darse, distan
mucho de dar satisfacción a la pregunta por mí formulada. Estas contestaciones,
cualesquiera que ellas sean, se limitan a describir exteriormente cómo se
forman las Constituciones y qué hacen, pero no nos dicen lo que una
Constitución es. Nos dan criterios, notas calificativas para reconocer exterior
y jurídicamente una Constitución. Pero no nos dicen, ni mucho menos, dónde está
el concepto de toda Constitución, la esencia constitucional. No sirven, por
tanto, para orientamos acerca de si una determinada Constitución es, y por qué,
buena o mala, factible o irrealizable, duradera o inconsistente, pues para ello
sería menester que empezasen por definir el concepto de la Constitución. Lo
primero es saber en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución, y
luego se verá si la Carta constitucional dcterminada y concreta que examinamos
se acomoda o no a esas exigencias sustanciales. Pero para esto no nos sirven de
nada esas definiciones jurídicas y formalistas que se aplican por igual a toda
suerte de papeles firmaJos por una nación o por ésta y su rey, para
proclamarlas por Constituciones, cualquiera que sea su contenido, sin
penetrar para nada en él. El concepto de la Constitución -como hemos de ver
palpablemente cuando a él hayamos llegado- es la fuente primaria de que se
derivan todo el arte y toda la sabiduría constitucionales; sentado aquel
concepto, se desprende de él espontáneamente y sin esfuerzo alguno.
Repito, pues, mi
pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿Dónde está la verdadera esencia, el
verdadero concepto de una Constitución?
Como todavía no
lo sabemos, pues es aquí donde hemos de indagarlo, todos juntos, aplicaremos un
método que es conveniente poner en práctica siempre que se trata de esclarecer
el concepto de una cosa. Este método, señores, es muy sencillo. Consiste
simplemente en comparar la cosa cuyo concepto se investiga con otra semejante a
ella, esforzándose luego por penetrar clara y nítidamente en las diferencias
que separan a una de otra.
I.- Ley y Constitución
Aplicando este
método, yo me pregunto: ¿En qué se distinguen una Constitución y una Ley?
Ambas, la ley y
la Constitución, tienen, evidentemente, una esencia genérica común. Una
Constitución, para regir, necesita la promulgación legislativa, es decir, que
tiene que ser también ley. Pero no es una ley como otra cualquiera, una simple
ley: es algo más. Entre los dos conceptos no hay sólo afinidad; hay también
desemejanza. Esta desemejanza, que hace que la Constitución sea algo más que
una simple ley, podría probarse con cientos de ejemplos.
El país, por
ejemplo, no protesta de que a cada paso se estén promulgando leyes nuevas. Por
el contrario, todos sabemos que es necesario que todos los años se promulgue un
número más o menos grande de nuevas leyes. Sin embargo, no puede dictarse una
sola ley nueva sin que se altere la situación legislativa vigente en el momento
de promulgarse, pues si la ley nueva no introdujese cambio alguno en el
estatuto legal vigente, seria absolutamente superflua y no habría para qué
promulgarla. Mas no protestamos de que las leyes se reformen. Antes al
contrario, vemos en estos cambios, en general, la misión normal de los cuerpos
gobernantes. Pero en cuanto nos tocan a la Constitución, alzamos voces de
protesta y gritamos: ¡Dejad estar la Constitución! ¿De dónde nace esta
diferencia? Esta diferencia es tan innegable, que hasta hay constituciones en
que se dispone taxativamente que la Constitución no podrá alterarse en modo
alguno; en otras, se prescribe que para su reforma no bastará la simple
mayoría, sino que deberán reunirse las dos terceras partes de los votos del
Parlamento; y hay algunas en que la reforma constitucional no es de la
competencia de los Cuerpos colegisladores, ni aun asociados al Poder ejecutivo,
sino que para acometerla deberá convocarse extra, ad hoc, expresa y
exclusivamente para este fin, una nueva Asamblea legislativa, que decida acerca
de la oportunidad o conveniencia de la transformación.
En todos estos
hechos se revela que, en el espíritu unánime de los puentos, una Constitución
debe ser algo mucho más sagrado todavía, más firme y más inconmovible que una
ley ordinaria.
Vuelvo, pues, a
mi pregunta de antes: ¿En qué se distingue una Constitución de una simple ley?
A esta pregunta se nos contestará, en la inmensa mayoría de los casos: la
Constitución no es una ley como otra cualquiera, sino la ley fundamental del
país. Es posible, señores, que en esta contestación vaya implícita, aunque
de un modo oscuro, la verdad que se investiga. Pero la respuesta, así
formulada, de una manera tan confusa, no puede satisfacemos. Pues
inmediatamente surge, sustituyendo a la otra, esta interrogación: ¿Y en qué se
distingue una ley de la ley fundamental? Como se ve, seguimos donde
estábamos. No hemos hecho más que ganar un nombre, una palabra nueva, el
término de ley fundamental, que de nada nos sirve mientras no sepamos
decir cuál es, repito, la diferencia entre una ley fundamental y otra ley
cualquiera.
Intentamos,
pues, ahondar un poco más en el asunto, indagando qué ideas o qué nociones son
las que van asociadas a este nombre de ley fundamental; o, dicho en
otros términos, cómo habría que distinguir entre si una ley fundamental
y otra ley cualquiera para que la primera pueda justificar el nombre que se le
asigna.
Para ello será
necesario:
1º Que la ley
fundamental sea una ley que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su
propio predicado de fundamental indica.
2º Que
constituya, -pues de otro modo no mereceria llamarse fundamental- el
verdadero fundamento de las otras leyes: es decir, que la ley
fundamental si realmente pretende ser acreedora a ese nombre, deberá
informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas en ella. La ley
fundamental, para serlo, habría, pues, de actuar e irradiar a través de las
leyes ordinarias del pais.
3º Pero las
cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo ser también
de otra manera, sino que son asi porque necesariamente tienen que ser. El fundamento
a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento,
que son las cosas casuales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo
cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aqui obra la ley de
la necesidad. Las plantas, por ejemplo, se mueven de un determinado modo. Este
desplazamiento responde a causas, a fundamentos que lo rijan. Si no
hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería casual y podría
variar en cualquier instante, estaria variando siempre. Pero si realmente
responde a un fundamento, si responde, como pretenden los
investigadores, a la fuerza de atracción del sol, basta esto para que el
movimiento de los planetas esté regido y gobernado de tal modo por ese fundamento,
por la fuerza de atracción del sol, que no pueda ser de otro modo, sino tal y
como es. La idea de fundamento lIeva, pues, implícita la noción de una necesidad
activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo
que sobre ella se funda sea asi y no de otro modo.
Si, pues, la
Constitución es la ley fundamental de un país, será -y aquí empezamos
ya, señores, a entrever un poco de luz-, un algo que pronto hemos de
definir y deslindar, o, como provisionalmente hemos visto, una fuerza activa
que hace, por un imperio de necesidad, que todas las demás leyes e
instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo que realmente son, de tal
modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse, en ese país, aunque
se quisiese, otras cualesquiera.
Ahora bien,
señores, ¿es que existe en un país -y al preguntar esto, empieza ya a alborear
la luz tras de la que andamos- algo, alguna fuerza activa e informadora, que
influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese país, que las obligue
a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin
permitirles ser de otro modo?
2.- Los factores reales del poder
Sí, señores;
existe, sin duda, y este algo que investigamos reside, sencillamente, en los
factores reales de poder que rigen en una sociedad determinada.
Los factores
reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y
eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en
cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, mas que tal y como son.
Me apresuraré a
poner esto en claro con un ejemplo plástico. Cierto es que este ejemplo, al
menos en la forma en que voy a ponerlo, no puede llegar a darse nunca en la
realidad. Pero aparte que en seguida veremos, probablemente, que este mismo
ejemplo se puede dar muy bien bajo otra forma, no se trata de saber si el
ejemplo puede o no darse, sino de lo que de él podamos aprender respecto a lo
que sucedería, si llegara a ser realidad.
Saben ustedes,
señores, que en Prusia sólo tienen fuerza de ley los textos publicados en la
Colección legislativa. Esta Colección legislativa se imprime en una tipografía
concesionaria situada en Berlín. Los originales de las leyes se custodian en
los archivos del Estado, y en otros archivos, bibliotecas y depósitos, se
guardan las colecciones legislativas impresas.
Supongamos
ahora, por un momento, que se produjera un gran incendio, por el estilo de
aquel magno incendio de Hamburgo (1), y que en él quedasen reducidos a escombros todos los archivos del
Estado, todas las bibliotecas públicas, que entre las llamas pereciese también
la imprenta concesionaria de la Colección legislativa, y que lo mismo, por una
singular coincidencia, ocurriera en las demás ciudades de la monarquía,
arrasando incluso las bibliotecas particulares en que figurara esa colección,
de tal modo que en toda Prusia no quedara ni una sola ley, ni un solo texto
legislativo acreditado en forma auténtica.
Supongamos esto.
Supongamos que el país, por este siniestro, quedara despojado de todas sus
leyes, y que no tuviese más remedio que darse otras nuevas.
¿Creen ustedes,
señores, que en este caso el legislador, limpio el solar, podría ponerse a
trabajar a su antojo, hacer las leyes que mejor le pareciesen, a su libre
albedrío? Vamos a verlo.
A) LA MONARQUÍA
Supongamos que
ustedes dijesen: Ya que las leyes han perecido y vamos a construir otras
totalmente nuevas, desde los cimientos hasta el remate, en ellas no
respetaremos a la monarquía las prerrogativas de que hasta ahora gozaba, al
amparo de las leyes destruidas; más aún, no le respetaremos prerrogativas ni
atribución alguna; no queremos monarquía.
El rey les
diría, lisa y llanamente: Podrán estar destruídas las leyes, pero la
realidad es que el Ejército me obedece, que obedece mis órdenes; la realidad es
que los comandantes de los arsenales y los cuarteles sacan a la calle los
cañones cuando yo lo mando, y apoyado en este poder efectivo, en los cañones y
las bayonetas, no toleraré que me asignéis más posición ni otras prerrogativas
que las que yo quiera.
Como ven
ustedes, señores, un rey a quien obedecen el Ejército y los cañones ... es un
fragmento de Constitución.
B) LA ARISTOCRACIA
Supongamos ahora
que ustedes dijesen: Somos dieciocho millones de prusianos (2), entre los cuales sólo se cuentan un puñado cada vez más exiguo de
grandes terratenientes de la nobleza. No vemos por qué este puñado, cada vez
más reducido, de grandes terratenientes ha de tener tanta influencia en los
destinos del país como los dieciocho millones de habitantes juntos, formando de
por si una Cámara alta que sopesa los acuerdos de la Cámara de diputados
elegida, por la nación entera, para rechazar sistemáticamente todos aquellos
que son de alguna utilidad. Supongamos que hablasen
ustedes así y dijesen: Ahora, destruidas las leyes del pasado, somos todos
señores y no necesitamos para nada una Cámara señorial.
Reconozco,
señores, que no es fácil que estos grandes propietarios de la nobleza pudiesen
lanzar contra el pueblo que así hablase a sus ejércitos de campesinos. Lejos de
eso, es muy probable que tuviesen bastante que hacer con quitárselos de encima.
Pero lo grave
del caso es que los grandes terratenientes de la nobleza han tenido siempre
gran influencia con el rey y con la corte, y esta influencia les permite sacar
a la calle el Ejército y los cañones para sus fines propios, como si este
aparato de fuerza estuviera directamente a su disposición.
He aquí, pues,
cómo una nobleza influyente y bien relacionada con el rey y su corte, es
también un fragmento de Constitución.
C) LA GRAN BURGUESÍA
Y ahora se me
ocurre sentar el supuesto inverso, el supuesto de que el rey y la nobleza se
aliasen entre sí para restablecer la organización medieval en los gremios, pero
no circunscribiendo la medida al pequeño artesanado, como en parte se intentó
hacer, efectivamente hace unos cuantos años, sino tal y como regía en la Edad
Media: es decir, aplicada a toda la producción social, sin excluir la gran
industria, las fábricas y la producción mecanizada. No ignoran ustedes,
señores, que el gran capital no podria en modo alguno producir bajo el sistema
medieval de los gremios, que la verdadera industria y la industria fabril, la
producción por medio de máquinas, no podrían en modo alguno desenvolverse bajo
el régimen de los gremios medievales. Entre otras razones, porque en este
régimen se alzarían, por ejemplo, toda una serie de fronteras legales entre las
diversas ramas de la producción, por muy afines entre sí que éstas fuesen, y
ningún industrial podría unir dos o más en su mano. Así, el enjalbegador no
tendría competencia para tapar un solo agujero; entre los gremios fabricantes
de clavos y los cerrajeros se estarían ventilando constantemente procesos para
deslindar las jurisdicciones de ambas industrias: el estampador de lienzos no
podría emplear en su fábrica a un solo tintorero, etc. Además, bajo el sistema
gremial estaban tasadas por la ley estrictamente las cantidades que cada
industria podía producir, ya que dentro de cada localidad y de cada rama de
industria sólo se autorizaba a cada maestro para dar ocupación a un número
igual y legalmente establecido de operarios.
Basta esto para
comprender que la gran producción, la producción mecánica y el sistema del
maquinismo, no podrian prosperar ni un solo día con una Constitución de tipo
gremial. La gran producción exige ante todo, la necesita como el aire que
respira, la fusión de las más diversas ramas de trabajo en manos del mismo
capitalista, y necesita, en segundo lugar, la producción en masa y la libre
competencia: es decir, la posibilidad de dar empleo a cuantos operarios quiera,
sin restricción alguna.
¿Qué sucedería,
pues, si en estas condiciones y a despecho de todo, nos obstinásemos en
implantar hoy la Constitución grémial?
Pues sucedería
que los señores Borsig, Egels, etcétera (3), que los grandes fabricantes de tejidos estampados, los grandes
fabricantes de seda, etcéter, cerrarian sus fábricas y pondrían en la calle a
sus obreros, y hasta las Compañías de ferrocarriles tendrían que hacer otro
tanto; el comercio y la industria se paralizarían, gran número de maestros
artesanos se verían obligados a despedir a sus operarios, o lo harían de grado,
y esta muchedumbre interminable de hombres despedidos se lanzaría a la calle
pidiendo pan y trabajo; detrás de ella, espoleándola con su influencia,
animándola con su prestigio, sosteniéndola y alentándola con su dinero, la gran
burguesía, y se entablaría una lucha en la que el triunfo no sería en modo
alguno de las armas.
Vean ustedes
cómo y por dónde aquellos caballeros, los señores Borsig y Egels, los grandes
industriales todos, son también un fragmento de Constitución.
D) LOS BANQUEROS
Supongamos ahora
que al Gobierno se le ocurriera implantar una de esas medidas excepcionales
abiertamente lesivas para los intereses de los grandes banqueros. Que al
Gobierno se le ocurriera, por ejemplo, decir que el Banco de la Nación no se
había creado para la función que hoy cumple, que es la de abaratar más aún el
crédito a los grandes banqueros y capitalistas, que ya de suyo disponen de todo
el crédito y todo el dinero del país y que son los únicos que pueden descontar
sus firmas, es decir, obtener crédito en aquel establecimiento bancario, sino
para hacer accesible el crédito a la gente humilde y a la clase media;
supongamos esto y supongamos también que al Banco de la Nación se le
pretendiera dar la organización adecuada para conseguir este resultado. ¿Podría
esto, señores, prevalecer?
Yo no diré que
esto desencadenará una insurrección, pero el Gobierno actual no podría imponer
tampoco semejante medida. Veamos por qué.
De cuando en
cuando el Gobierno se ve acosado por la necesidad de invertir grandes cantides
de dinero, que no se atreve a sacar al pais por medio de contribuciones. En
esos casos, acude al recurso de devorar el dinero del mañana, o lo que es lo
mismo, emite empréstitos, entregando a cambio del dinero que se le adelanta
papel de la Deuda pública. Para esto necesita a los banqueros. Cierto es
que, a la larga, antes o después, la mayor parte de los títulos de la Deuda
vuelven a repartirse entre la clase rica y los pequeños rentistas de la nación.
Mas esto requiere tiempo, a veces mucho tiempo, y el Gobierno necesita el
dinero pronto y de una vez, o en plazos breves. Para ello tiene que servirse de
particulares, de mediadores que le adelanten las cantidades que necesita,
corriendo luego de su cuenta el ir colocando poco a poco entre sus clientes el
papel de la Deuda que a cambio reciben, y lucrándose, además, con el
alza de cotización que a estos títulos se imprime artificialmente en la Bolsa.
Estos intermediarios son los grandes banqueros: por eso a ningún Gobierno le
conviene, hoy en día, estar mal con estos personajes.
Vean ustedes,
pues, señores, cómo los grandes banqueros, como los Mendelssohn, los
Schnickler, la Bolsa en general, son también un fragmento de Constitución.
E) LA CONCIENCIA COLECTIVA Y LA CULTURA GENERAL
Supongamos ahora
que al Gobierno se le ocurriera promulgar una ley penal semejante a las que
rigieron en algún tiempo en China, castigando en la persona de los padres los
robos cometidos por los hijos. Esa ley no prevalecería, pues contra ella se
rebelaría con demasiada fuerza la cultura colectiva y la conciencia social del
país. Todos los funcionarios, burócratas y consejeros de Estado, se llevarían
las manos a la cabeza, y hasta los honorables senadores tendrían algo que
objetar contra el desatino. Y es que, dentro de ciertos limites, señores,
también la conciencia colectiva y la cultura general del país son un fragmento
de Constitución.
F) LA PEQUEÑA BURGUESiA Y LA CLASE OBRERA
Imaginémonos
ahora que el Gobierno, inclinándose a proteger y dar plena satisfacción a los
privilegios de la nobleza, de los banqueros, de los grandes industriales y de
los grandes capitalistas, decidiera privar de sus libertades políticas a la
pequeña burguesía y a la clase obrera. ¿Podría hacerlo? Desgraciadamente,
señores, sí podría, aunque sólo fuese transitoriamente; la realidad nos tiene
demostrado que podría, y más adelante tendremos ocasión de volver sobre esto.
Pero, ¿y si se
tratara de despojar a la pequeña burguesía y a la clase obrera, no ya de sus
libertades políticas solamente, sino de su libertad personal; es decir, si se
tendiera a declarar personalmente al obrero o al hombre humilde, esclavo,
vasallo o siervo de la gleba, de volverle a la situación en que vivió en muchos
países durante los siglos lejanos, remotos, de la Edad Media? ¿Prosperaría la
pretensión? No, señores, esta vez no prosperaría, aunque para sacarla adelante
se aliasen el rey, la nobleza y toda la gran burguesía. Sería inútil. Pues,
llegadas las cosas a ese extremo, ustedes dirían: nos dejaremos matar antes
que tolerarlo. Los obreros se echarían corriendo a la calle, sin necesidad
de que sus patronos les cerrasen las fábricas, la pequeña burguesía correría en
masa a solidarizarse con ellos, y la resistencia de ese bloque sería
invencible, pues en ciertos casos extremos y desesperados, también ustedes,
señores, todos ustedes juntos, son un fragmento de Constitución.
3.- Los factores de poder y las instituciones
jurídicas. La hoja de papel.
He ahí, pues,
señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los
factores reales de poder que rigen en ese país.
¿Pero qué
relación guarda esto con lo que vulgarmente se llama Constitución, es
decir, con la Constitución jurídica? No es difícil, señores, comprender la
relación que ambos conceptos guardan entre sí.
Se toman estos
factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da
expresión escrita, y a partir de este momento, incorporados a un papel, ya no
son simples factores reales de poder síno que se han erigido en derecho, en
instituciones jurídicas, y quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es
castigado.
Tampoco
desconocen ustedes, señores, el procedimiento que se sigue para extender por
escrito esos factores reales de poder, convirtiéndolos así en factores
jurídicos.
Claro está que
no se escribe, lisa y llanamente: el señor Borsig, fabricante, es un
fragmento de Constitución; el señor Mendelssohn, banquero, es otro trozo
de Constitución, y así sucesivamente; no, la cosa se expresa de un modo
mucho más pulcro, mucho más fino.
A) EL SISTEMA ELECTORAL DE LAS TRES CLASES
Así, por
ejemplo, si de lo que se trata es de proclamar que unos cuantos grandes
industriales y grandes capitalistas disfrutarán en la Monarquía de tanto poder,
y aún más, como todos los burgueses modestos, obreros y campesinos juntos, el
legislador se guardará muy bien de expresarlo de una manera tan clara y tan
sincera. Lo que hará será dictar una ley por el estilo, supongamos, de aquella
ley electoral de las tres clases (4), que se le dio a Prusia en el año 1849, y por la cual se dividía la
nación en tres categorías electorales, a tenor de los impuestos pagados por los
electores y que, naturalmente, se acomodan a su fortuna.
Según el censo
oficial formado en aquel mismo año por el Gobierno, a raíz de dictarse la
mencionada ley, había entonces en toda Prusia 3.255.703 electores de primer
grado, que se distribuían del modo siguiente en las tres clases electorales:
Pertenecían a la
primera 153 808 electores; a la segunda, 409 945; a la tercera, 2 691 950.
Repito que estas
cifras están tomadas de los censos oficiales.
Por ellas vemos
que en el Reino de Prusia hay 153.808 personas riquísimas que disfrutan por sí
solas de tanto poder político como 2.691.950 ciudadanos modestos, obreros y
campesinos juntos, y que aquellos 153.808 hombres de máxima riqueza, sumados a
las 409.945 personas regularmente ricas que integran la segunda categoría
electoral, tienen tanto poder político como el resto de la nación entera; más
aún, que los 153.808 hombres riquísimos y la mitad nada más de los 409.945
electores de la segunda categoría, gozan ya, por sí solos, de más poder
político que la mitad restante de la segunda clase sumada a los 2.691.950 de la
tercera.
Vean ustedes,
señores, cómo, por este procedimiento, se llega exactamente al mismo resultado
que si la Constitución, hablando sinceramente, dijese: el rico tendrá el
mismo poder político que diecisiete ciudadanos corrientes, o, si se prefiere la
fórmula, pesará en los destinos políticos del país diecisiete veces tanto como
un simple ciudadano (5).
Antes de que
esta ley electoral de las tres clases fuera promulgada, regía ya legalmente,
desde la ley de 8 de abril de 1818, el sufragio universal, que asignaba a todo
ciudadano, fuese rico o pobre, el mismo derecho de sufragio, es decir, el mismo
poder político, el mismo derecho a contribuir a trazar los derroteros del
Estado, su voluntad y sus fines. He aquí, pues, confirmada y documentada,
señores, aquella afirmación que antes hacía de que, desgraciadamente, era
bastante fácil despojarles a ustedes, despojar al pequeño burgués y al obrero,
de sus libertades políticas, aunque no se les arrancasen de un modo inmediato y
radical sus bienes personales, el derecho a la integridad física y a la
propiedad. Los gobernantes no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para
privarlos a ustedes de los derechos electorales, y hasta hoy no sé de ninguna
agitación, de ninguna campaña, promovida para recobrarlos.
B) EL SENADO O CÁMARA SEÑORIAL
Si en la
Constitución se quiere proclamar que un puñado de grandes terratenientes
aristócratas reunirá en sus manos tanto poder como los ricos, la gente
acomodada y los desheredados de la fortuna, como los electores de las tres
clases juntas, es decir, como el resto de la nación entera, el legislador se
cuidará también de no decirlo de un modo tan grosero -no olviden ustedes,
señores, dicho sea incidentalmente, que la claridad en la expresión es
grosería-, sino que le bastará con poner en la Carta constitucional lo
siguiente: los representantes de la gran propiedad sobre el suelo, que lo
vengan siendo por tradición, con algunos otros elementos secundarios, formarán
una Cámara señorial, un Senado, cuya aprobación será necesaria para que
adquieran fuerza de ley los acuerdos de la Cámara de diputados, en la que está
representada la nación; de este modo, se pone en manos de un puñado de viejos
terratenientes una prerrogativa política de primera fuerza, que les permite
contrapesar la voluntad de la nación y de todas sus clases, por unánime que
ella sea.
C) EL REY Y EL EJÉRCITO
Y si, siguiendo
por esta escala, se aspira a que el rey por si solo tenga tanto poder político,
y mucho más aún, como las tres clases de electores juntas, como la nación
entera, incluyendo a los grandes terratenientes de la clase noble, no hay más
que hacer esto:
Se pone en la
Constitución (6) un artículo 47 diciendo:
El rey proveerá
todos los cargos del Ejército y la Marina, añadiendo, en
el artículo 108: Al Ejército y a la Marina no se les tomará juramento de
guardar la Constitución, y si esto no basta, se construye además la teoría,
que no deja de tener, a la verdad, su fundamento sustancial en este articulo,
de que el rey ocupa frente al Ejército una posición muy diferente a la que le
corresponde respecto de las demás instituciones del Estado, la teoría de que el
rey, como jefe de las fuerzas militares del país, no es sólo rey, sino que es
además algo muy distinto, algo especial, misterioso y desconocido, para lo que
se ha inventado el término jefe supremo de las fuerzas de mar y tierra,
razón por la cual ni la Cámara de diputados ni la nación tienen por qué
preocuparse del Ejército, ni inmiscuirse en sus asuntos y organización,
reduciéndose su papel a votar los créditos de que necesite. Y no puede negarse,
señores -la verdad ante todo, ya lo hemos dicho- que esta teoría tiene cierto
punto de apoyo en el citado articulo 108 de la Constitución. Pues si ésta
dispone que el Ejército no necesita prestar juramento de acatamiento a la
Constitución, como es deber de todos los ciudadanos del Estado y del propio rey,
ello equivale, en principio, a reconocer que el Ejercito queda al margen de la
Constitución y fuera de su imperio, que no tiene nada que ver con ella, que no
tiene que rendir cuentas más que a la persona del rey, sin mantener relación
alguna con el país.
Conseguido esto,
reconocida al rey la atribución de proveer todos los cargos del Ejército y
colocado éste en una actitud de sujeción personal al rey, éste ha conseguido
reunir por sí solo, no ya tanto poder, sino diez veces más poder político que
la nación entera, supremacía que no resultaría menoscabada aunque el poder
efectivo de la nación fuese en realidad diez, veinte y hasta cincuenta veces
tan grande como el del Ejército. La razón de este aparente contrasentido es muy
sencilla.
l.- Poder organizado e inorgánico
El instrumento
de poder político del rey, el Ejército, está organizado, puede reunirse a
cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y
se puede utilizar en el momento en que se desee; en cambio, el poder que descansa
en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad, infinitamente mayor,
no está organizado: la voluntad de la nación, y sobre todo su grado de
acometividad o de abatimiento, no siempre son fáciles de pulsar para quienes la
forman: ante la inminencia de una acción, ninguno de los combatientes sabe
cuántos se sumarán a él para darla. Además, la nación carece de esos
instrumentos del poder organizado, de esos fundamentos tan importantes de una
Constitución, a que más arriba nos referíamos: los cañones. Cierto es que los
cañones se compran con dinero del pueblo: cierto también que se construyen y
perfeccionan gracias a las ciencias que se desarrollan en el seno de la
sociedad civil, gracias a la física, a la técnica, etc. Ya el solo hecho de su
existencia prueba, pues, cuán grande es el poder de la sociedad civil, hasta
dónde han llegado los progresos de las ciencias, de las artes técnicas, los
métodos de fabricación y el trabajo humano. Pero aquí viene a cuento aquel
verso de Virgilio: Sic vos non vobis! ¡Tú, pueblo, los haces y los
pagas, pero no para ti! Como los cañones se fabrican siempre para el poder
organizado y sólo para él, la nación sabe que esos artefactos, vivos testigos
de todo lo que ella puede, se enfilarán sobre ella, indefectiblemente, en
cuanto se quiera rebelar. Estas razones son las que explican que un poder mucho
menos fuerte, pero organizado, se sostenga a veces, muchas veces, años y años,
sofocando el poder, mucho más fuerte, pero desorganizado, de la nación; hasta
que ésta un día, a fuerza de ver cómo los asuntos nacionales se rigen y
administran tercamente contra la voluntad y los intereses del país, se decide a
alzar frente al poder organizado su supremacía desorganizada.
Hemos visto,
señores, qué relación guardan entre sí las dos Constituciones de un país, esa
Constitución real y efectiva, formada por la suma de factores reales y
efectivos que rigen en la sociedad, y esa otra Constitución escrita, a la que,
para distinguirla de la primera, daremos el nombre de la hoja de papel (7).
II.- ALGO DE HISTORIA CONSTITUCIONAL
Una Constitución
real y efectiva la tienen y la han tenido siempre todos los países, como, a
poco que paren mientes en ello, ustedes por sí mismos comprenderán, y no hay
nada más equivocado ni que conduzca a deducciones más descaminadas, que esa
idea tan extendida de que las Constituciones son una característica peculiar de
los tiempos modernos. No hay tal cosa. Del mismo modo y por la misma ley de
necesidad que todo cuerpo tiene, una constitución, su propia constitución,
buena o mala, estructurada de un modo o de otro, todo pais tiene
necesariamente, una Constitución, real y efectiva, pues no se concibe país
alguno en que no imperen determinados factores reales de poder, cualesquiera
que ellos sean.
Cuando, mucho
antes de estallar la gran Revolución francesa, bajo la monarquía legitima y
absoluta de Luis XVI, el Poder imperante abolió en Francia, por decreto de 3 de
febrero de 1776, las prestaciones personales de construcción de vías públicas
por las que los labriegos venían obligados a trabajar gratuitamente en la
apertura de caminos y carreteras, se creó para afrontar los gastos de estas
obras públicas, un impuesto que había de gravar también las tierras de la
nobleza, el Parlamento francés clamó, oponiéndose a esta medida: Le peuple
de F ranct est taillable et corvéable à volonté, d'est une partie de la
constitution que le roi ne peut changer; o dicho en castellano: El
pueblo de Francia, es decir, el pueblo humilde, el que no gozaba de
privilegios, se encuentra sujeto a impuestos y prestaciones sin limitaciones y
es ésta una parte de la Constitución que ni el rey mismo puede cambiar.
Como ven
ustedes, señores, ya entonces se hablaba de una Constitución, y se le atribuía
tal virtud, que ni el propio rey la podía tocar; ni más ni menos que hoy.
Aquello a que los nobles franceses llamaban Constitución, la norma según
la cual el pueblo bajo tenia que soportar todos los tributos y prestaciones que
se le quisieran imponer, no se hallaba recogido todavía, cierto es, en ningún
documento especial, en un documento en que se resumiesen todos los derechos de
la nación y los más importantes principios del Gobierno: no era, por el
momento, más que la expresión pura y simple de los factores reales de poder que
regían en la Francia medieval. Y es que en la Edad Media el pueblo bajo era, en
realidad, tan impotente, que se le podia gravar con toda suerte de tributos y
gabelas, a gusto y antojo del legislador; la realidad, en aquella distribuci6n
de fuerzas efectivas, era ésa; el pueblo venia siendo tratado desde antiguo de
ese modo. Estas tradiciones de hecho brindaban los llamados precedentes, que
todavia hoy en Inglaterra, siguiendo el ejemplo universal de la Edad Media,
tienen una importancia tan señalada en las cuestiones constitucionales. En esta
práctica efectiva y tradicional de cargas y gravámenes, se invocaba con
frecuencia, como no podia ser menos, el hecho de que el pueblo viniera desde
antiguo sujeto a esas gabelas, y sobre ese hecho se erigia la norma de que
podía seguirlo siendo sin interrupción. La proclamación de esta norma daba ya
el principio de Derecho constitucional, al que luego, en casos
semejantes, se podia recurrir. Muchas veces se daba expresión y sanción
especial sobre un pergamino a una de esas manifestaciones que tenian su raíz en
los resortes reales de poder. Y asi surgían los fueros, las libertades, los
derechos especiales; los privilegios, los estatutos y cartas otorgadas de una
clase, de un gremio, de una villa, etc.
Todos estos
hechos y precedentes, todos estos principios de Derecho público, estos
pergaminos, estos fueros, estatutos y privilegios juntos formaban la
Constitución del país, sin que todos ellos, a su vez hicieran otra cosa que dar
expresión, de un modo escueto y sincero, a los factores reales de poder que
regían en ese pais.
Asi, pues, todo
país tiene, y ha tenido siempre, en todos los momentos de su historia, una
Constitución rpal y verdadera. Lo especifico de los tiempos modernos -hay que
fijarse bien en esto, y no olvidarlo, pues tiene mucha importancia-, no son las
Constituciones reales y efectivas, sino las Constituciones escritas, las hojas
de papel.
En efecto, en
casi todos los Estados modernos vemos apuntar, en un determinado momento de su
historia, la tendencia a darse una Constitución escrita, cuya misión es resumir
y estatuir en un documento, en una hoja de papel, todas las
instituciones y principios de gobierno vigentes en el país.
¿De dónde
arranca esta aspiración peculiar de los tiempos modernos?
También ésta es
una cuestión importantísima, y no hay más remedio que resolverla para saber qué
actitud se ha de adoptar ante la obra constituyente, qué juicio hemos de
formarnos respecto a las Constituciones que ya rigen y qué conducta hemos de
seguir ante ellas; para llegar, en una palabra -cosa que sólo podemos conseguir
afrontando este problema- a poseer un arte y una sabiduría constitucionales.
Repito, pues:
¿De dónde procede esa aspiración, peculiar a los tiempos modernos, de elaborar
Constituciones escritas?
Veamos, señores,
de dónde puede provenir.
Sólo puede
provenir, evidentemente, de que en los factores reales de poder imperantes
dentro del país se haya operado una transformación. Si no se hubiera operado
transformación alguna en ese juego de factores de la sociedad en cuestión, si estos
factores de poder siguieran siendo los mismos, no tendría razón ni sentido que
esa sociedad sintiera la necesidad viva de darse una nueva Constitución. Se
acogería tranquilamente a la antigua, o, a lo sumo, recogería sus elementos
dispersos en un documento único, en una única Carta constitucional.
Ahora bien:
¿cómo ocurren estas transformaciones que afectan a los factores reales de poder
de una sociedad?
1.- Constitución feudal
Represéntense
ustedes, por ejemplo, un Estado poco poblado de la Edad Media, como entonces lo
eran casi todos, bajo el gobierno de un principe y con una nobleza que tiene
acaparada la mayor parte del territorio. Como la población es escasa, sólo una
parte insignificante de la misma puede dedicarse a la industria y al comercio; la
inmensa mayoria de los habitantes no tienen más remedio que cultivar la tierra
para obtener de la agricultura los productos necesarios que les permitan
subsistir. Téngase en cuenta que el suelo está, en su mayor parte, en manos de
la nobleza, razón por la cual sus cultivadores encuentran empleo y ocupación en
él, en diferentes grados y relaciones: unos como vasallos, otros como siervos,
otros, finalmente, como colonos del señor territorial; pero todos estos
vinculos y gradaciones tienen un punto de coincidencia: coinciden todos en
someter a la población al poder de la nobleza, obligándola a formar en sus
huestes de vasallaje y a tomar las armas para guerrear por sus pleitos. Además,
con el sobrante de los productos agricolas que saca de sus tierras, el señor
toma a su servicio y trae a su castillo a toda suerte de guerreros, escuderos y
jefes de armas.
Por su parte, el
príncipe no tiene frente a este poder de la nobleza más poder efectivo, en el
fondo, que el que le brinda la asistencia de aquellos nobles que se prestan de
grado -por la fuerza no le sería dable obligarlos- a rendir acatamiento a sus
órdenes guerreras, pues la ayuda que pueden prestarle las villas, pocas todavía
y mal pobladas, es insignificante.
¿Cuál será,
señores, la Constitución de un Estado de este tipo?
No es dificil
decirlo, pues la contestación se deriva necesariamente de ese juego de factores
reales de poder que acabamos de examinar.
La Constitución
de ese país no puede ser más que una Constitución feudal, en que la nobleza
ocupe en todo el lugar preeminente. El príncipe no podrá crear sin su
consentimiento ni un céntimo de impuestos y sólo ocupará entre los nobles la
posición del primus inter pares, la posición del primero entre sus
iguales en jerarquía.
Y ésta era, en
efecto, señores, ni más ni menos, la Constitución de Prusia y de la mayoría de
los Estados en la Edad Media.
2.- El absolutismo
Ahora, supongan
ustedes lo siguiente: La población crece y se multiplica de un modo incesante,
la industria y el comercio empiezan a florecer, y su prosperidad brinda los
recursos necesarios para fomentar un nuevo incremento de población, que
cumienza a llenar las ciudades. En el regazo de la burguesía y de los gremios
de las ciudades empiezan a desarrollarse el capital y la riqueza del dinero.
¿Qué ocurrirá ahora? Pues ocurrirá que este incremento de la población urbana,
que no depende de la nobleza, que, lejos de esto, tiene intereses opuestos a
los suyos, redundará, al principio, en beneficio del principe; irá a reforzar
las huestes armadas que siguen a éste, con los subsidios de los burgueses y los
agremiados, a quienes las constantes pugnas y banderías de la nobleza traen
grandes quebrantos, y que no tienen más remedio que aspirar, en interés del
comercio y de la producción, al orden y a la seguridad civil y a la
organización de una justicia ordenada dentro del país, lo que les lleva a
apoyar al principe con dinero y con hombres; con estos recursos, el principe
podrá ya, tantas cuantas veces lo necesite, poner en pie de guerra un ejército
lúcido y muy superior al de los nobles que se le resistan. Puesto en estos
derroteros, el príncipe, ahora, irá socavando y menoscabando progresivamente el
poder de la nobleza: la privará del fuero del duelo, asaltará y arrasará sus
castillos si viola las leyes del país, y cuando, por fin, corriendo el tiempo,
la industria haya desarrollado suficientemente la riqueza pecuniaria y el censo
de población del país haya crecido lo bastante para permitir al príncipe poner
sobre las armas un ejército permanente, este príncipe lanzará a sus regimientos
contra los bastiones de la nobleza, como el Gran Elector o como
Friedrich Wilhelm I (8) al grito de le
stabilirai la souverainité comme un rocher de bronze (9), abolira la libertad de impuestos de la nobleza y pondrá fin al fuero
de reconocimiento de tributos de esta clase.
Vean ustedes,
pues, señores, una vez más, cómo al transformarse los factores reales de poder
se transforma la Constitución vigente en el país: sobre las ruinas de la
sociedad feudal surge la monarquía absoluta.
Pero el príncipe
no ve la necesidad de poner por escrito la nueva Constitución; la monarquía es
una institución demasiado práctica, para proceder así. El príncipe tiene en sus
manos el instrumento real y efectivo del poder, tiene el ejército permanente,
que forma la Constitución efectiva de esta sociedad, y él mismo y los que le
rodean dan expresíón, andando el tiempo, a esta idea, cuando asignan a su país
el nombre de Estado militar.
La nobleza, que
dista mucho ya de poder competir con el príncipe, ha tenido que renunciar de
tiempo atrás a la posesión de un cuerpo armado puesto a su servicio. Ha
olvidado su vieja pugna con el príncipe y que éste era un igual suyo, ha ido
abandonando sus antiguos castillos para concentrarse en la residenria real, donde
se contenta con recibir una pensión y contribuye a dar esplendor y realce al
prestigio de la monarquía.
3.- La revolución burguesa
Pero entretanto
la industria y el comercio se van desarrollando progresivamente, y a la par con
ellos crece y florece la población.
A primera vista,
parece que estos progresos han de redundar siempre en provecho del príncipe,
aumentando el contingente y la pujanza de sus ejércitos y ayudándolo a
conquistar un poderío mundial.
Pero el
desarrollo de la sociedad burguesa acaba por cobrar proporciones tan inmensas,
tan gigantescas, que el príncipe ya no acierta, ni con ayuda del ejército
permanente, a asimilarse en la misma proporción estos progresos de poder de la
burguesía.
Unos cuantos
números, señores, pondrán una gran claridad plástica en esto.
En el año 1657,
la ciudad de Berlín sólo contaba 20.000 habitantes. Por la misma época, a la
muerte del Gran Elector, el ejército prusiano se componía de 24 a 30.000
hombres.
En el año 1803,
la población de Berlín había subido a 153.070 habitantes.
En 1819,
dieciséis años más tarde, el censo de Berlín era ya de 192.646 habitantes.
En este mismo
año de 1819, el ejército permanente -no ignoran ustedes que, según la ley,
todavía vigente de septiembre de 1814, que tratan de arrebatarnos, la milicia
nacional no formaba parte del ejército permanente-, en el año 1819, digo,
formaban el ejército permanente de Prusia 137.639 hombres.
Como ven
ustedes, el contingente del Ejército, desde los tiempos del Gran Elector,
se había cuadruplicado.
Pero, con todo,
no guardaba, ni mucho menos, proporción con el incremento experimentado por el
censo de habitantes de la capital, que había crecido en la proporción de nueve
a uno.
Y a partir de
ahora este proceso de crecimiento cobra un ritmo mucho más acelerado.
En el año 1846,
la población de Berlín -tomo las cifras siempre de los censos oficiales-
ascendía a 389.308 habitantes es decir, a cerca de 400.000 o sea casi el doble
de los que tenia en 1819. Como se ve, en el transcurso de veintisiete años, el
censo de la capital -que ahora cuenta ya, como saben ustedes, cerca de los
550.000 habitantes- se remontó a más del doble (10). En cambio, el Ejército permanente, en el año 1846, apenas había
aumentado pues contaba 138.810 hombres, contra los 137.639 del año 1819. Lejos
de seguir aquella progresión gigantesca del censo civil, vemos, pues, que casi
se había estancado.
Al desarrollarse
en proporciones tan extraordinarias, la burguesía comienza a sentirse como una
potencia política independiente. Paralelamente con este incremento de la
población, discurre un incremento todavía más grandioso de la riqueza social, y
el mismo grandioso florecimiento y desarrollo experimentan las ciencias, la
cultura general y la conciencia colectiva, este otro fragmento de Constitución.
La población burguesa se dijo: no quiero seguir siendo una masa sometida y
gobernada, sin voluntad propia; quiero tomar en mis manos el gobierno y que el
príncipe se limite a reinar con arreglo a mi voluntad y a regentear mis asuntos
e intereses.
Es decir,
señores, que los factores reales y efectivos de poder que regían dentro de las
fronteras de este país habían vuelto a desplasarse. Y este desplazamiento
produjo en la historia la jornada del 18 de marzo de 1848.
Ya ven ustedes,
señores, cómo, después de todo, no iba tan descaminado aquel ejemplo que
poníamos al principio de nuestras manifestaciones, como ejemplo puramente
hipotético e imposible. El país no se quedó sin leyes porque un inmenso
incendio las arrasase, pero se las arrebató un vendaval:
III.- EL ARTE Y LA SABIDURÍA CONSTITUCIONALES
Cuando en un país estalla y triunfa la
revolución, el derecho privado sigue rigiendo, pero las leyes del derecho
público yacen por tierra, rotas, o no, tienen más que un valor provisional, y
hay que hacerlas de nuevo.
La revolución
del 48 planteaba, pues, la necesidad de instaurar una nueva Constitución
escrita, y el propio rey se encargó de convocar en Berlin la Asamblea Nacional,
encargada de estatuir esta nueva Constitución, como primero se dijo, o de
pactarla con él, que fue la fórmula empleada más tarde.
Ahora bien,
¿cuándo puede decirse que una Constitución escrita es buena y duradera?
La respuesta,
señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejamos expuesto; cuando
esa Constitución escrita corresponda a la Constitución real, a la que tiene sus
raíces en los factores de poder que rigen en el pais. Allí donde la Constitución
escrita no corresponde a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no
hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución
escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de
la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país.
¿Qué debió
suceder entonces al triunfar la revolución de 1848?
Pues,
sencillamente, debió anteponerse a la preocupación por hacer una Constitución
escrita, el cuidado de hacer una Constitución real y efectiva, desarraigando y
desplazando en beneficio de la ciudadania las fuerzas reales imperantes en el
país.
1.- Lo que debió hacerse el 48
El 18 de marzo
demostró, sin duda, que el poder de la nación era ya, de hecho, mayor que el
del Ejército. Después de una larga y sangrienta jornada, las tropas no tuvieron
más remedio que ceder.
Pero recuerden
ustedes aquello que decíamos de que entre el poder de la nación y el poder del
Ejército existe una diferencia notable que explica el que el poder del
Ejército, aunque en realidad sea menor, resulta a la larga más eficaz que el
poder, mucho más grande en verdad, de la nación.
La diferencia a
que aludimos consiste, como recordarán ustedes, en que el poder de la nación es
un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder del Ejército
constituye una organización perfecta, puesta en pie y preparada para afrontar
la lucha en todo momento, razón por la cual es siempre, a la larga, como hemos
dicho, más eficaz y acaba siempre, necesariamente, dando la batalla a las
fuerzas aunque más pujantes, inorgánicas, y dispersas del país, que sólo se
aglutinan y unen en momentos contados de gran emoción.
Si se quería,
pues, que la victoria arrancada el 18 de marzo no resultase forzosamente
estéril para el pueblo, era menester haber aprovechado aquel instante de
triunfo para transformar el poder organizado del Ejército tan radicalmente que
no volviera a ser un simple instrumento de fuerza puesto en manos del rey
contra la nación.
Era necesario,
por ejemplo, haber limitado a seis meses el tiempo de permanencia en las filas,
pues la brevedad de este plazo, que según las mayores autoridades militares
basta y sobra para dar al soldado una instrucción militar perfecta, evitaria,
por otra parte, que se le infundiese ningún espíritu de casta; lejos de eso,
permitiría renovar constantemente el Ejército con contingentes del pueblo,
transformándolo ya por este solo hecho de Ejército del rey en Ejército de la
nación.
Era necesario
haber dispuesto que la baja oficialidad, hasta el grado de coronel inclusive,
no fuese nombrada de arriba a abajo, sino elegida por los propios cuerpos de
tropa, para que estos cargos no se proveyesen con intenciones hostiles al
pueblo, y no se contribuyera de este modo a seguir haciendo del Ejército un
instrumento ciego de poder en manos de la monarquía.
Era necesario
haber sometido al Ejército, respecto de todos aquellos delitos y transgresiones
que no tuviesen carácter puramente militar, a los Tribunales ordinarios de la
nación, para que de este modo fuera acostumbrándose a sentirse parte del pueblo
y no una institución de mejor origen, una casta aparte.
Era necesario,
finalmente, haber colocado los cañones y las armas, que sólo deben servir a la
defensa del país, en la medida en que no fuesen estrictamente indispensables
para la instrucción militar, bajo la custodia de las autoridades civiles,
elegidas por el pueblo. Con una parte de esta artillería debieron formarse
secciones especiales de la milicia nacional, para de este modo restituir
también a manos del pueblo, a quien pertenecen, los cañones, este
importantísimo fragmento de Constitución (12).
Nada de esto se
hizo, señores, ni en la primavera ni en el verano de 1848, y no habiéndose
hecho, ¿podemos extrañamos de que en noviembre del mismo año empezara a
cancelarse y a demostrarse estéril la revolución? No, no podemos extrañamos,
pues esto no era más que la consecuencia necesaria, inevitable, del error de
haber dejado intactos dentro del país todos los factores reales de poder.
Y es que los
reyes, señores, tienen mejores servidores que ustedes. Los servidores de los
reyes no son retóricos, como lo suelen ser los del pueblo. Son hombres
prácticos, que poseen el instinto de saber lo que la hora exige. El caballero
Manteuffel no era, ciertamente, un gran orador. Pero era un hombre de
realidades. Cuando, en noviembre de 1848, puso fin a la Asamblea nacional y
sacó los cañones a la calle, ¿qué fue lo que creyó más urgente hacer? ¿Poner
por escrito una nueva Constitución, una Constitución reaccionaria? ¡Oh, nada de
eso, para eso tenia tiempo! Lejos de ello, hasta condescendió a otorgar a
ustedes, en diciembre de 1848, una Constitución escrita bastante liberal. ¿Qué
fue, pues, lo que en aquel mes de noviembre estimó de más urgencia, en qué
consistió su primera medida? Pues consistió, señores, ustedes lo recuerdan, en
desarmar a los ciudadanos, en despojarlos de las armas. Ven ustedes cómo,
señores, aquel servidor de la monarquia nos trazaba, desde su punto de vista,
el camino acertado: desarmar al adversario vencido es el deber primordial
de todo vencedor, si no quiere que la guerra vuelva a estallar en el momento
menos pensado.
2.- Consecuencias
Al comenzar
nuestra investigación, señores, hemos procedido lentamente, con mucha cautela,
hasta llegar al verdadero concepto de Constitución. Tal vez a algunos de los
que me escuchan se les hiciera el camino un poco largo. Pero ya ven ustedes
cómo, una vez en posesión de este concepto, las cosas se han desarrollado
aceleradamente, con qué rapidez se nos han ido revelando, una tras otra, las
consecuencias más sorprendentes y cómo ahora podemos enfocar ya el problema
mucho mejor, más claramente y de muy otro modo de lo que se suele hacer, hasta
llegar a consecuencias que realmente no se avienen con aquellas que está
acostumbrada a aceptar la opinión pública, al enfrentarse con estas cuestiones.
Examinemos ahora
brevemente unas cuantas consecuencias más, derivadas de nuestro punto de vista.
A) EL DESPLAZAMIENTO DE LOS FACTORES REALES DE
PODER
Hemos visto que
en el año 1848 no se adoptó ninguna de aquellas medidas que se imponían para
desplazar los factores reales de poder dentro del país, para convertir al
Ejército, de un Ejército del rey, en un instrumento de la nación.
Cierto es que
fue formulada una proposición encaminada a ese fin y que representaba un primer
paso en el camino para su consecución: me refiero a la proposición de Stein,
que tendía a sugerir al Ministerio una orden que había de dar a las tropas y
que obligaría a todos los oficiales reaccionarios a pedir el retiro. Pero
recuerden ustedes, señores, que apenas la Asamblea nacional de Berlín aprobó
esta proposición, cuando ya toda la burguesía y medio país alzaron el grito,
diciendo: ¡La Asamblea nacional debe preocuparse de hacer la Constitución, y no
de andar importunando al Gobierno, no perder el tiempo con interpelaciones, con
asuntos que son de la incumbencia del Poder ejecutivo! ¡Hacer la Constitución, y
nada más que hacer la Constitución!, se oía gritar por todas partes, como si se
tratase de apagar una hoguera.
Como ven
ustedes, señores, aquella burguesía, aquel medio país que así gritaba, no tenía
ni la más remota idea de lo que real y verdaderamente es una Constitución.
El hacer una
Constitución escrita era lo de menos, era lo que menos prisa corría: una
Constitución escrita se hace, en caso de apuro, en veinticuatro horas; pero con
hacerla nada se consigue, si es prematura.
Desplazar los factores reales y efectivos de
poder dentro del país, inmiscuirse en el Poder ejecutivo, inmiscuirse en él
tanto y de tal modo, socavarlo y transformarlo de tal manera que se le
incapacitara para ponerse ya nunca mas como soberano frente a la nación, esto,
lo que se quería precisamente evitar, era lo que importaba y lo que urgia; esto
era lo que había que echar por delante para que la Constitución escrita que
luego viniera fuese algo más que un pedazo de papel.
Y como no se
hizo a su debido tiempo, la Asamblea nacional se encontró con que no la dejaban
vagar para poner por escrito tranquilamente su Constitución; se encontró con
que el Poder ejecutivo aquel, a quien tanto se preocúpara de respetar, lejos de
pagarle en la misma moneda, le daba un puntapié y la mandaba a casa, valiéndose
de aquellas fuerzas que, con delicadeza exquisita, no le había querido
menoscabar.
B) CAMBIOS EN EL PAPEL
Segunda
consecuencia. Supongamos por un momento que la Asamblea Nacional no hubiera
sido disuelta, sino que hubiera llegado, sin contratiempo, al término del
viaje, a elaborar y votar una Constitución.
De haber
ocurrido así, ¿qué habría cambiado sustancialmente en la marcha de las cosas?
Absolutamente
nada, señores: no habría cambiado absolutamente nada, y la prueba la tienen
ustedes en los mismos hechos. Cierto es que la Asamblea nacional fue
licenciada, pero el propio rey, recogiendo los papeles póstumos de la Asamblea
nacional, proclamó el 5 de diciembre de 1848 una Constitución que en la mayorla
de los puntos correspondía exactamente a aquella Constitución que de la propia
Asamblea Constituyente hubiéramos podido esperar.
Fíjense ustedes
bien. Esta Constitución era el propio rey quien la proclamaba; no se le
obligaba a aceptarla, no se le ímponía, la decretaba él voluntariamente, desde
su plataforma de vencedor. A primera vista, parece como si esta Constitución,
por haber nacido así, hubiera de ser más viable y vigorosa.
Pero no hay nada
de eso. ¡Antes al contrario! Ya pueden ustedes plantar en su huerto un manzano
y colocar un papel que diga: Este árbol es una higuera. ¿Bastará con que
ustedes lo digan y lo proclamen para que se vuelva higuera y deje de ser
manzano? No. Y aunque congreguen ustedes a toda su servidumbre, a todos los
vecinos de la comarca, en varias leguas a la redonda, y les hagan jurar a todos
solemnemente que aquello es una higuera, el árbol seguirá siendo lo que es, y a
la cosecha próxima lo dirán bien alto sus frutos, que no serán higos, sino
manzanas.
Pues lo mismo
acontece con las Constituciones. De nada sirve lo que se escriba en una hoja
de papel si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de
poder.
Con aquella hoja
de papel que lleva la fecha del 5 de diciembre de 1848, el rey,
espontáneamente, se avenía a un gran número de concesiones, pero todas ellas
chocaban contra la Constitución real, es decir, contra los factores reales de
poder que el rey seguía teniendo, íntegros, en sus manos. Y con la misma
imperiosa necesidad que envuelve la ley de la gravitación, tenía que ocurrir lo
que ocurrió, que la Constitución real fuese abriéndose camino, paso a paso,
hasta imponerse a la Constitución escrita.
Y así, a pesar
de haber sido aprobada por la Asamblea revisora la Constitución del 5 de
diciembre de 1848, el rey no tardó en verse movido, sin que nadie se lo
impidiese, a ponerle la primera cortapisa, con la ley electoral de 1849, por la
cual se implanta en el censo la división tripartita de que más arriba
hablábamos. La Cámara creada con ayuda de esta ley electoral era el instrumehto
con el cual podían introducirse en la Constitución las reformas más urgentes y
sustanciales, para que el rey pudiese jurarla en el año 1850, y ya una vez
jurada, seguir cortándola y menoscabándola sin ningún pudor. Desde 1850 no pasa
un año en que no se ponga alguna cortapisa a la Carta constitucional. No hay
bandera, por vieja y venerable que sea, por cientos de batallas que haya
presidido, que presente tantos agujeros y jirones como nuestra famosa
Constitución.
C) LA CONSTlTUCIÓN VIGENTE DESAHUCIADA
Tercera
consecuencia. Como saben ustedes, señores, hay en nuestra ciudad un partido
cuyo órgano en la Prensa es el Volkische Zeitung, un partido que se agrupa con angustia febril y ardoroso celo en torno a
ese guiñapo de bandera, en torno a nuestra agujereada Constitución, partido al
que le gusta llamarse, por esto mismo, el de los leales a la Constitución
y cuyo grito de guerra es: ¡Dejadnos nuestra Constitución, por lo que más
queráis; la Constitución, nuestra Constitución, socorro, auxilio, fuego, fuego!
Cuando ustedes,
señores, donde y cuando quiera que ello sea, ven que se alza un partido que
tiene por grito de guerra ese grito angustioso de ¡agruparse en torno a la
Constitución! ¿qué piensan, qué debemos todos pensar? Al hacer a ustedes
esta pregunta, señores, no apelo a sus deseos, no me dirijo a ustedes llamando
a su voluntad. Les pregunto, pura y simplemente, como a hombres conscientes:
¿Qué inferirán ustedes, qué deberá nesesariamente inferirse de espectáculo
semejante?
Estoy seguro,
señores, de que, sin necesidad de ser profetas, dirán, cuando tal observen: esa
Constitución está dando las boqueadas; ya podemos darla por muerta, unos
cuantos años más y habrá dejado de existir.
La razón es
sencillísima. Cuando una Constitución escrita corresponde a los factores reales
de poder que rigen en el país, no se oye nunca ese grito de angustia. Ya todos
se cuidarán mucho de acercarse demasiado a semejante Constitución, de no
guardarle el respeto debido. Con Constituciones de éstas, a nadie que este en
su sano juicio se le ocurre, jugar, si no quiere pasarlo mal. Con ellas no
valen bromas. No, allí donde la Constitución escrita refleja los
factores reales y efectivos de poder, no se dará jamás el espectáculo de un
partido que tome por bandera el respeto a la Constitución. Mala señal que ese
grito resuene, pues ello es indicio seguro e infalible de que es el miedo quien
lo exhala. indicio infalible de que en la Constitución escrita hay algo que no
se ajusta a la Constitución real, a la realidad, a los factores reales de
poder. Y si esto sucede, si este divorcio existe, la Constitución escrita está
perdida, y no hay Dios ni hay grito capaz de salvarla.
Esa Constitución
podrá ser reformada radicalmente, girando a derecha o a izquierda, pero
mantenida, nunca. Ya el solo hecho de que se grite que hay que conservaria es
clara prueba de su caducidad, para cualquiera que sepa ver claro. Podrá
desplazarse hacia la derecha, si el Gobierno cree necesaria esta transformación
para oponer la Constitución escrita, aconsonantándola con los factores reales
de poder, al poder organizado de la sociedad. Otras veces es el poder
inorgánico de ésta el que se alza para demostrar una vez más que es superior al
poder organizado. En este caso, la Constitución se transforma y se cancela
girando a la izquierda, como antes en sentido derechista. Pero tanto en uno
como en otro caso, la Constitución perece, está perdida y no hay quien la
salve.
IV.- CONCLUSIONES PRÁCTICAS
Si ustedes,
señores, no se han limitado a seguir y meditar cuidadosamente la conferencia
que he tenido el honor de desarrollar aqui, sino que, llevando adelante las
ideas que la animan, deducen de ellas todas las consecuencias que entrañan, se
hallarán en posesión de todas las normas del arte y de la sabiduria
constitucionales. Los problemas constitucionales no son, primariamente,
problemas de derecho, sino de poder: la verdadera
Constitución de un pais sólo reside en los factores reales y efectivos de poder
que en ese pais rigen, y las Constituciones escritas no tienen valor ni son
duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes
en la realidad social, de ahí los criterios fundamentales que deben ustedes
retener. En esta conferencia me he limitado a
desarrollarlos de un modo especial en relación con el Ejército. Por dos razones:
la primera es que la premura del tiempo no me permitiría más, y la segunda que
el Ejército constituye el más importante y decisivo de todos los resortes del
poder organizado. Pero ya comprenderán ustedes, sin necesidad de que yo se los
explique, que lo mismo que hemos dicho del Ejército acontece con la
organización de los funcionarios de justicia, los empleados de la
administración pública, etc.; también éstos son resortes orgánicos de poder de
una sociedad. Si no olvidan ustedes esta conferencia, señores, y vuelven a
verse alguna vez en el trance de tener que darse a sí mismos una Constitución,
espero que sabrán ustedes ya cómo se hacen estas cosas, y que no se limitarán a
extender y firmar una hoja de papel, dejando intactas las fuerzas reales que mandan
en el país.
Hasta que ese
día llegue, y provisionalmente, para el uso diario, como si dijéramos, esta
conferencia servirá también para abrirles los ojos, aunque yo no haya aludido a
ello, acerca de la verdadera necesidad a que responden esos nuevos proyectos
militares de aumentos de efectivos que reclaman su aprobación. Ustedes mismos
sin más que aplicar lo que han oído aquí, pondrán el dedo en la fuente
recóndita de que brotan esas reformas solicitadas.
La monarquía,
señores tiene servidores prácticos no retóricos y grandes oradores, servidores
prácticos como yo los desearía para ustedes.
LA VERDAD DE LA TEORIA, CONFIRMADA POR LOS
ADVERSARIOS
Pero antes de
pasar adelante, permítanme ustedes que vuelva a insistir en la fuerza
incondicional de verdad que encierra la teoría expuesta por mí acerca de lo que
es una Constitución y sobre la que he de basar hoy, como fundamento animico,
todas mis investigaciones. Saben ustedes, señores, que entre partidos políticos
opuestos no hay ninguna acusación política que no suscite discusión acalorada.
Nada de lo que un partido político acata y profesa como indiscutible prevalece
como tal ante los demás, que lo desechan como absolutamente falso con la misma
fuerza de convicción con que aquél lo abraza por verdadero. Casi se siente uno
movido a pensar -y no faltan, en efecto, espíritus escépticos y vacilantes que
tal entiendan- que la verdad no existe, que no existe o ha desaparecido ya una
razón humana única y común a todos, viendo cuán absolutamente, con qué desprecio
y con que despecho unos partidos rechazan como indiscutiblemente falso lo que
otros, con la misma fuerza absoluta, acatan como axiomático e irrebatible. Sólo
a la ciencia le es dado penetrar en esta cruda disonancia de opiniones, en este
estridente coro de desarmonías, de afirmaciones que se acusan de mentirosas
unas a otras, para alumbrar una verdad cuyo resplandor es tan claro y potente,
que hasta los partidos politicos más dispares se ven obligados a reconocer. Los
casos en que tal acontece constituyen por tanto, un verdadero triunfo de la
ciencia y una contrastación muy poderosa de los quilates de verdad que encierra
una teoría. Uno de estos raros casos de excepción es el que se da con la teoría
constitucional que hube de exponer ante ustedes en mi pasada conferencia.
Yo pertenezco,
señores, como todos ustedes saben, al partido de la democracia pura y resuelta
(13). No obstante, hasta un
órgano político tan poco sospechoso de connivencia con mis ideas como Die
Kreuzzeitung no pudo menos de reconocer, sin ambages, la
verdad indiscutible de la teoria constitucional sustentada por mí. En el número
132 (8 de junio de 1862), este periódico consagra un artículo editorial a
comentar mi conferencia, y se expresa en los términos siguientes: El
discurso de un judio revolucionario del que se habló mucho en su tiempo y que,
con certero instinto, da en el clavo de la cuestión, aunque no diga, ni mucho
menos, todo lo que sabe y piensa. Procuraré ir purgando, conforme haga
falta, este último defecto que se me reprocha. Die Kreuzzeitung puede estar sequro de que haré todo lo posible por confirmar su
sospecha, dando expresión, a medida que las circunstancias lo vayan demandando,
en su momento oportuno, cada vez más abiertamente, a todo lo que pienso y sé.
Lo que por ahora me interesa es levantar acta de su confesión, en que reconoce
que doy en el clavo con mi teoría constitucional. Pero no es sólo este
periódico de la derecha el que lo reconoce, también los ministros reconocen en
todo la verdad de mi teoría. Veamoslo. En una sesión de la Cámara de diputados,
la del 12 de septiembre de 1862, el ministro de la Guerra, señor van Roon,
declaraba que su concepción de la historia tendía a que la mayor parte, la
parte primordial de ésta, no sólo entre los diferentes Estados, sino dentro de
las fronteras de cada Estado, no era otra cosa que la pugna en torno al poder y
a la conquista de nuevo poder entre los diversos factores.
Es, como ven
ustedes, expresada exactamente con las mismas palabras, la teoría que yo hube
de desarrollar sobre una amplia base histórica, y que luego vió la luz en un
folleto. Cierto es que el ministro de la Guerra pronunció también en la misma
intervención y unas cuantas líneas más abajo del pasaje que acabo de citar,
estas notables palabras: Existen en Berlin, fuera de la Cámara de diputados,
personas afiliadas a partidos que -y ahora voy a citar sus palabras
textualmente- han expuesto por escrito y de palabra, ante agrupaciones
politicas locales y en la Prensa, las tendencias más peregrinas, y también, a
mi modo de ver, más subversivas. Como ante las agrupaciones políticas
locales a que el ministro alude no se ha pronunciado, hasta ahora, que yo sepa,
fuera de la mía, ninguna otra conferencia a que pueda aplicarse por ningún
concepto ese calificativo de tendencias subversivas, y como además el
periódico afecto al ministro acusó a mi conferencia, repetidas veces, ya que
hube de pronunciarla ante tres o cuatro asambleas distintas, de encerrar
tendencias subversivas, me creo autorizado a pensar, teniendo en cuenta además
que el ministro de la Guerra, poco después, hacia suya, como su concepción de
la historia, la idea fundamental de aquella conferencia; me creo, digo,
autorizado a creer, por todas estas razones, que la acusación del ministro, en
la parte que toca a las conferencias locales, quiere aludir a la pronunciada
por mí hace unos meses ante este auditorio sobre el verdadero concepto de una
Constitución.
Ahora bien,
señores, comprenderán ustedes que tiene que parecerme maravilloso y un tanto
chocante que el señor ministro de la Guerra encuentre subversiva, puesta
en mis labios, la misma concepción de la historia, y hasta expresada
exactamente con las mismas palabras, que mantenida por él tiene, por lo visto,
un carácter conservador. Pero ocurre algo todavía más notable y maravilloso, y
es que el ministro, en la misma intervención a que nos venimos refiriendo,
reprocha a la Cámara el no haber desautorizado esas tendencias expresadas en la
Prensa y ante distintas agrupaciones políticas locales, a que más arriba había
aludido. ¿Es que la Cámara tiene jurisdicción, o es de su incumbencia
desautorizarme a mí o a cualquier otro orador o publicista por las doctrinas
que mantengamos? Lo verdaderamente cómico es que el ministro de la Guerra no
advierte que, invitando a la Cámara a desautorizar aquella concepción de la
historia que él acaba de abrazar, la invita a desautorizarlo a él mismo y a las
ideas que profesa. S1n embargo, todo esto no son más que ocurrencias
regocijantes de que el ministro habrá de responder por su cuenta ante la lógica
y que no tienen nada que ver con el tema de que se trata aqui; lo que importaba
únicamente era poner de relieve cómo el ministro de la Guerra de Prusia se
solidarizaba plenamente con aquella teoría constitucional expuesta en mi anterior
conferencia, abrazándola incluso con las mismas palabras.
1.- LAS VIOLACIONES DE LA CONSTITUCIÓN. PRÁCTICA
DE DERECHO CONSTITUCIONAL
No ha sido menos
amable con ella el actual presidente del Gobierno, señor Bismarck, al votar por
las ideas expuestas aquí por mí, y no como aportación de un testimonio
personal, sino en nombre de todo el Gobierno. Todos ustedes saben que la
Constitución reconoce expresamente a la Cámara el derecho indiscutible e
indiscutido de aprobar o rechazar los prespuestos púbhcos presentados por el
Gobierno. El Parlamento creyó oportuno hacer uso de esta facultad:
desautorizándolos. Ahora bien, el señor Bismarck no niega que la Cámara esté en
su derecho. Pero dice -son sus palabras textuales, pronunciadas en la sesión de
7 de octubre-: Los problemas de derecho de la indole de éste, no suelen
resolverse echando a reñir dos teorías opuestas, sino paulatinamente, por la
práctica del derecho constitucional. Si se fijan ustedes un poco, señores,
verán que aqui está contenida y desarrollada, aunque sea en términos un poco
velados y pudorosos, como cuadra a un ministro, toda mi teoría. El señor
Bismarck traduce lo que yo llamo derecho del Parlamento esfumando el
concepto, por la expresión de problemas de derecho. No niega -¿cómo
habia de negarlo?- que esto que él llama problemas de derecho y yo llamo
sencillamente derecho, figura en la hoja de papel, en la
Constitución escrita. Pero, concedido esto, añade: Aunque figure allí, en la
hoja de papel, lo que en la realidad decide y da la norma es la práctica, la
práctica del derecho constitucional. Esta expresión velada, la práctica
del derecho constitucional, la voz de los hechos y de la realidad que se
impone al derecho escueto y a la teoría jurídica, no hace más que sustituir,
sin que la claridad salga ganando nada con ello, a lo que yo llamaba los
factores reales de poder. Quedaos vosotros con la hoja de papel, nos viene
a decir el señor Bismarck, traduciendo su cauto lenguaje ministerial al
lenguaje de la verdad sin adornos; a mi me basta con manejar los factores
reales y efectivos del poder organizado, el Ejército, las finanzas, los
tribunales de justicia, estos factores reales de poder, que son en última
instancia los que deciden y dan la norma para la práctica constitucional.
El veto de estos
factores efectivos y materiales, dice el señor Bismarck a los diputados,
convierte vuestro derecho en mera teoría, en letra muerta, en un simple
problema de derecho, y estos mismos factores de autoridad me garantizan desde
ahora que el pleito no se fallará precisamente a tono con ese derecho vuestro
puramente teórico, registrado en un pedazo de papel. Poco a poco, dice el señor
Bismarck, la práccica del derecno constitucional se encargará de ir resolviendo
en un sentido muy distinto ese problema de derecho, es decir, ese conflicto
entre el derecho meramente escrito en el papel y los factores de poder
esculpidos en el bronce de la realidad. Y aquí se nos vuelve a revelar, en una
nueva perspectiva, la agudeza de visión del señor Bismarck. Recordarán ustedes
que en mi anterior conferencia les explicaba qué eran los precedentes
constitucionales. Basta con que una vez, la primera vez, tenga poder para hacer
algo, para que a la segund.a vez, al repetirse el acto, me considere ya
asistido del derecho necesario. A título de ejemplo para ilustrar este
apotegma, aduje ante ustedes aquel principio medieval del derecho
constitucional francés, según el cual el pueblo bajo podía ser cargado de
tributos y prestaciones sin limitación, Veiamos que este principio no habia
empezado siendo más que la expresión desnuda y escueta de los factores reales
de poder que regían en la Francia medieval. Este principio empezó reflejando
una realidad, la realidad de que el pueblo bajo, en la Edad Media, era tan
impotente, que se le podia recargar de impuestos y gabelas a gusto de los
gobernantes; y esta proporción de fuerzas efectivas, que empezó siendo mero
hecho, acabó por convertirse en norma. Y siguió haciéndose tributar al pueblo
como se le venia haciendo tributar desde siempre. Este proceso efectivo
brindaba los llamados precedentes, que todavía hoy tienen tanta
importancia en el Derecho constitucional inglés. Para gravar de hecho al pueblo
con nuevos impuestos y prestaciones, se invocaba frecuentemente, como no podía
ser menos, el precedente, la práctica establecida. Y ésta práctica brindaba el
principio de derecho constitucional al que luego, en casos análogos, podría
recurrirse.
Es,
evidentemnte, y a poco que ustedes se fijen lo verán, la misma concatenación
lógica de ideas que inspiran al señor Bismarck, cuando afirma que la
práctica del derecho constitucional se encargará de ir resolviendo
paulatinamente la cuestión en un sentido totalmente distinto.
Si esta vez, año
1862 -quiere dar a entender el señor Bismarck-, consigo imponer mi punto de
vista, si dispongo de poder bastante para hacerlo prevalecer, la próxima vez,
año 1866, suponiendo que para entonces se me ocurra volver a aumentar los
efectivos militares contra la voluntad del Parlamento, y sentar nuevas partidas
de gastos no aprobadas por la Cámara, podré invocar ya un derecho para obrar
así, podré ya apelar a un precedente. Y si en 1870 se me antoja reforzar otra
vez el Ejército y realizar gastos y empeñar créditos contra el voto de las
Cortes, mi derecho será ya indiscutible, pues entonces ya serán dos precedentes
los que me asistan y podre apoyarme en una práctica del derecho
constitucional completa.
Hay que estar,
pues, agradecidos al señor Bismarck. Esta agradable perspectiva, la agradable
alusión al mañana, sugiriéndonos que no será ésta, seguramente, la última vez
que refuerce los contingentes militares contra el voto de la Cámara, o imponga
en los presupuestos públicos partidas de gastos rechazados por ella; esta
consoladora seguridad de que poco a poco irá erigiendo en práctica
constitucional sagrada e inviolable la norma de aumentar el Ejército y los
gastos públicos contra el voto del Parlamento, este panorama encantador es el
que el señor Bismark brinda al Parlamento y brinda al país para indemmzarles y
consolarles de su agresión a la Constitución escrita y a la teoría jurídica
real.
Puede que
ustedes piensen que este consuelo es un tanto dudoso. Que es algo así
-supongamos- como si para vencer la resistencia que ustedes oponen a dejarse
dar una paliza y ganar su voluntad, se les prometiese que aquella paliza no
sería la última, sino que en lo sucesivo los volverían a zurrar abundantemente.
Pero aunque así
sea, no me negarán ustedes, señores, después de analizadas las palabras del
señor presidente del gobierno, que estamos ante un conocedor agudo y experto de
los problemas constitucionales, que el señor Bismark se mueve de lleno dentro
del área de mi teoría, que sabe harto bien que la verdadera Constitución de un
país no se encuentra en unas cuantas hojas de papel escritas, sino en los
factores reales de poder, y que son éstos, los resortes del poder, y no el
derecho extendido en el papel, los que informan la práctica constitucional, es
decir, la realidad de los hechos y, por último, que sabe perfectamente bien a
qué atenerse respecto a lo que son los precedentes, a cómo se forman y a cómo
se pueden luego manejar.
Me permito,
pues, señores, llamar la atención de todos ustedes, y muy principalmente de los
delegados de la Policla que me escuchen y creyesen encontrar aqui algo punible,
acerca de esto: que estoy moviéndome en un terreno perfectamente inatacable y
reconocido como bueno por las autoridades supremas del Estado.
Mas no deben
ustedes, señores, maravillarse de ver a los hombres del Gobierno expresarse con
tal claridad. Ya les hacia notar yo la última vez que los reyes están muy bien
servidos, que los servidores de los reyes no son grandes oradores ni retóricos
como los del pueblo, pero si hombres prácticos que, aunque no posean una
conciencia teórica muy cimentada, tienen un instinto certero para saber lo que
en cada caso conviene hacer. Pero no son sólo las opiniones de los gobernantes
las que puedo invocar hoy en abono de la verdad de mi teoría, sino algo que
tiene mucha más importancia, y es que los hechos mismos se han encargado de
confirmarla de la manera más contundente. Recuerden ustedes la profecia que yo
hacía aqul en la pasada primavera, como tercera consecuencia derivada de mi
punto de vista. Les hacia ver a ustedes en ella cómo y por qué, necesariamente,
nuestra actual Constitución estaba en trance de muerte, agonizante y por qué
razones no tenía más remedio que ser reformada perentoriamente, en un sentido
derechista por el Gobierno, o haciéndola girar a la izquierda por el pueblo; no
había más que esos dos caminos, y era una quimerá pensar que la Constitución
pudiera mantenerse por más tiempo inalterable. He aquí mis palabras: Esta
Constitución está en las últimas, puede darse ya por muerta; unos cuantos años
más y habrá dejado de existír. No quería sembrar demasiado pánico, y por
eso dije: unos cuantos años más. Los hechos han venido a demostrar que
hubiera podido decir perfectamente: unos cuantos meses más, y la
Constitución habrá dejado de existir.
El propio
presidente de la Cámara de Diputados, señor Grabow, acaba de reconocer en su
discurso de clausura del Parlamento que la Constitución ha sufrido grave
detrimento. La Cámara alta -un organismo que forma parte integrante de esta
misma Constitución- ha cometido una violación constitucional al aprobar los
presupuestos públicos rechazados por la Cámara baja. Pero aún es más serio y
más grave el golpe asestado contra la Constitución por el propio Gobierno. La
Cámara deniega los créditos demandados para la nueva organización militar, y el
Gobierno sigue poniéndola en práctica, según su propia confesión, como si nada
hubiese ocurrido.
II.- MEDIOS DEFENSIVOS
La lógica,
señores, ha triunfado. La Constitución vigente es, por el momento al menos y
provisionalmente, una Constitución que ya no rige en la realidad, y la historia
ha sobrepujado a nuestra profecía, en lo que al plazo se refiere. Pueden
ustedes, pues, tener una confianza absoluta, plena, en la verdad inatacable en
la teoria constitucional mantenida por mí. Y si de esta teoría, que así
confirman, con tan rara unanimidad, todas las partes litigantes y los hechos
mismos, se derivase, con el imperio de la lógica, un medio cuaiquiera para
triunfar en el actual conflicto, podríamos darnos por muy satisfechos, pues
estaríamos seguros, abrigaríamos la misma seguridad plena y absoluta, de que
este medio alumbrado por nuestra teoria nos conduciría sin vacilación, sin
posibilidad de fracaso, a la victoria.
Y así es, en
efecto. De nuestra teoria se desprende, con evidencia plena, el medio que
buscamos, y a exponerlo se encamina, precisamente, mi conferencia de hoy.
1.- Objetivo de la lucha: el derecho de
aprobación de los presupuestos
Ante todo,
planteemos los térmmos del problema tal y como deben plantearse. En toda
investigación es esencialisimo el planteamiento del problema, y muchos
resultados falsos no se deben más que a esto, a que no supieron plantearse
debidamente los términos del problema investigado. La cuestión que aquí se
debate no es esta: ¿qué hacer para salvar e infundir fuerzas duraderas a esta
Constitución; es decir, a esta Carta constitucional de enero de 1850, tal y
como es, con todos sus pelos y señales? Así planteada la cuestión, señores, ni
yo ni nadie podría darle una solución que no fuese aparente y ficticia, pues
nadie, por mago que sea, puede infundir vida real a un cadáver, aunque lo
consiga galvanizar, dándole una apariencia de vida. Asi, para citar tan sólo un
ejemplo, a nadie se le escapa que por lo menos la Cámara alta -que forma parte
integrante de la Constitución de 1850 y que necesita sus prerrogativas para
obstruir sistemáticamente todos los acuerdos de la Cámara de diputados- no
puede, a la larga, perdurar. Y es evidente que, al abolirse ese organismo se
destruirá una de las bases esenciales de la actual Constitución. Sin embargo,
esto no es problema para ustedes. A ustedes les tiene esto sin cuidado. ¿Por
qué ha de interesarles a ustedes que se mantengan en la Constitución normas e
instituciones que no hacen más que perjudicarles? ¿Qué les interesa a ustedes,
por ejemplo, que se mantenga el articulo 108, en que se dice que el Ejército
no prestará juramento a la Constitución? ¿O el articulo III, en que se
autoriza al Gobierno para declarar, en determinados casos, el estado de guerra,
dejando en suspenso media docena de articulos, que son precisamente los más
importantes de toda la Constitución y quedando facultado para violar los
derechos más inviolables del hombre y el ciudadano? ¿Ni qué les interesa a
ustedes que se conserve el artículo 106, que prohibe a los jueces entrar a
discutir la legalidad de los decretos reales? ¿Ni el articulo 109, que exime al
Gobierno de la autorización de la Cámara en lo tocante a la cobranza de todos
los impuestos que rijan o hayan regido alguna vez? Todos éstos no son más que
unos cuantos ejemplos rápidos para demostrar que la persistencia de esta
Constitución, tal y como es, con todos sus pelos y señales, no les interesa a
ustedes nada, ni, aun interesándoles, sería posible, a la larga, mantenerla en
toda su integridad. Lo único que a ustedes les interesa, ante el actual
conflicto, es esto: hacer que prevalezca el derecho absoluto del pueblo, que
hasta esta Constitución reconoce, a que sus diputados aprueben los presupuestos
públicos que han de regir, derecho que no se podrá eliminar tampoco en el
futuro de ninguna de las Constituciones que se lleguen a promulgar.
La cuestión,
pues, tal como verdaderamente está planteada, la que a nosotros nos interesa,
reza así: ¿Cómo imponer y hacer valer en la realidad el derecho que asiste
al pueblo de denegar por medio de sus diputados las partidas de gastos que no
estime suficientemente justificadas en los presupuestos públicos? Para
contestar a esta pregunta, me serviré, como hice también la vez anterior, del
método indirecto; es decir, empezaré eliminando todos los recursos que, por
plausibles que ellos sean, no sirvan para alcanzar el fin apetecido.
2.- La denegación de impuestos
Si no me
equivoco, hay quien piensa que en la próxima legislatura la Cámara deberá
acudir al recurso de la denegación de impuestos, al recurso de declarar todos
los impuestos ilegales, para constreñir al Gobierno a volver a los cauces de la
ley. Pero este recurso, por mucha fascinación que ejerza sobre nosotros,
resultaría, en la práctica, palmariamente falso; fracasaría sin alcanzar en
modo alguno el fin que se persigue.
Ante todo, hay
que reconocer que, con un artículo como el 109 de nuestra Constitución, es más
que dudoso que la Cámara pueda rechazar la cobranza de impuestos ya vigentes.
Pero aun
admitido que no fuera así, aún admitido que nuestra Constitución reconociera a
la Cámara, con palabras escuetas y secas, el derecho a denegar el cobro de
impuestos, este recurso seguiría siendo tan poco prático y tan impotente en la
realidad como lo es hoy.
A) EL EJEMPLO DE INGLATERRA
La denegación de
impuestos, que no debe confundirse todavia con la insurrección, es un recurso
muy acreditado, especialmente en Inglaterra, y que alli tiene existencia legal,
para obligar al Gobierno a someterse en un punto cualquiera a la voluntad de la
nación. La simple amenaza de negarse a pagar los impuestos
por parte de los decanos de la ciudad bastó, cuando el bill de reformas
de 1830, para obligar a la Corona a ceder, introduciendo en la Cámara de los
Lores las reformas necesarias para vencer la resistencia de este Cuerpo legislativo. Ante estos precedentes y estas pruebas de eficacia, nada tiene de
extraño que haya quien vuelva los ojos hacia aquel país, buscando en él una
salida al conflicto actual, pues ya en la crisis de noviembre del año 1848 no
faltaron quienes quisieran aplicar aquí el mismo procedimiento. Pero no debe
olvidarse que el acuerdo de denegación de impuestos tomado por la Asamblea
nacional en 1848 -y eso que la Asamblea nacional, como Parlamento constituyente
que era, tenia el derecho incondicional e indiscutible de adoptar un acuerdo
semejante-, resultó completamente estéril en la práctica; como resultaría, si
el fracaso no fuera aún más ruidoso, toda reiteración total o parcial, en
nuestros días, de aquel acuerdo.
¿Por qué esta
diferencia, señores? ¿Por qué una medida tan eficaz en Inglaterra fracasa y
necesariamente tiene que fracasar en nuestro pais? No tienen ustedes más que
aplicar nuestra teoría para comprender inmediatamente la razón. A la par, se
encontrarán ustedes aclarado de este modo un importante fragmento de nuestra
historia pasada -la solución dada al conflicto de noviembre de 1848- y curados
de fracasos para la presente. Pues es lo cierto que quienes en noviembre de
1848 veían en la denegación de impuestos, por si sola, una medida eficaz, al
igual que los que ahora vuelven a dirigir sus miradas hacia ese recurso
salvador, pasaban y pasan por alto nada menos que la diferencia
fundamentalisima que nuestra teoria ha puesto de relieve entre las
Constituciones reales y las Constituciones meramente escritas.
Inglaterra,
señores, es un pais en que la verdadera Constitución, la Constitución real, es
constitucional; es decir, un país en que el predominio de los factores reales y
efectivos de poder, el poder organizado, está de parte de la nación.
En un país semejante,
es facilisimo llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos, y ya
se guardará mucho el Gobierno de ponerse en semejante trance; por eso basta con
que la amenaza se formule para que el Gobierno ceda. Por eso también en ese
país la denegación de impuestos no es, ni mucho menos, un recurso que se
utilice pura y exclusivamente para repeler los ataques dirigidos a la
Constitución vigente, sino por el contrario, como sucedió en 1830, al
presentarse el bill de reformas, un arma que permite al pueblo atacar,
cuando los intereses del pais lo demandan, a la propia Constitución. Es
un recurso pacífico, legal y organizado para someter al Gobierno a la voluntad
del pueblo.
No acontece asi
en Prusia, donde hoy, como en noviembre de 1848, sólo existe una Constitución
escrita o unos cuantos fragmentos de Constitución y donde todos los resortes
efectivos del poder, todo el poder organizado, se hallan exclusivamente en
manos del Gobierno. Para comprender en todo su alcance esta diferencia, bastará
con que se imaginen ustedes el curso que seguiría en la realidad un acuerdo
parlamentario de denegación de impuestos en Inglaterra, y el que seguiría en
Prusia.
Supongamos que
la Cámara de los Comunes acordase negar al Gobierno el pago de impuestos y que
el Gobierno, haciendo frente a este voto, se obstinase en hacerlos efectivos
por la fuerza. Los agentt:s ejecutivos se presentan en casa del contribuyente
inglés y tratan de embargarle. Pero el contribuyente inglés les da con la
puerta en las narices. Los agentes ejecutivos lo llevan ante los Tribunales.
Pero el juez inglés falla en favor del ciudadano demandado, y además reconoce
que éste ha hecho bien resistiéndose al empleo de la fuerza al margen de la
ley. Los agentes ejecutivos vuelven a presentarse en casa del ciudadano con un
piquete de soldados. El ciudadano sigue resistiéndose y les hace frente, con
sus familiares y amigos. Los soldados disparan; hieren y matan a varias
personas. Ahora es el ciudadano el que los lleva a ellos ante los Tribunales, y
éstos, aun reconociéndose que dispararon por orden de sus superiores, como en
Inglaterra semejante orden no exime de responsabilidad cuando se trata de actos
cometidos contra la ley, condenarán a los soldados a muerte por homicidio. Por
el contrario, si el ciudadano, asistido por sus amigos y familiares, responde
al fuego de la tropa y hiere o mata a alguien, los Tribunales lo absolverán,
reconociendo que se ha limitado a resistir al empleo ilegal de la fuerza.
Pero hay más.
Como en Inglaterra todo el mundo sabe que las cosas se desarrollarán así, como,
por tanto, todas las probabilidades de triunfo están desde el primer instante
de parte del pueblo, todo el mundo se negará a pagar los impuestos; todos, aun
los indiferentes y los que de buena gana pagarían, se resisten a pagar para no
atraerse las antipatías de sus conciudadanos, a quienes, según todas las
predicciones racionales, está reservada la victoria, para que el día de mañana
no les apunten por la calle con el dedo como a malos ciudadanos.
Además, ¿de qué
arma dispondría el Gobierno para vencer la resistencia de la Cámara de los
Comunes y del pueblo? Dispondría del Ejército. Pero es el caso que en
Inglaterra, desde el bill of Rights, el Gobierno tiene que dirigirse
todos los años al Parlamento pidiéndole autorización para mantener un ejército.
Esta autorización se le otorga anualmente y siempre por plazos de un año, por
medio de las llamadas muting-acts, gracias a las cuales el gobierno
viene revestido durante el año del imprescindible poder disciplinario sobre la
tropa, que de otro modo quedaría sujeta al imperio de las leyes ordinarias
vigentes en el país, para todo lo refeente a las sanciones que hubieran de
imponerse en caso de insubordinación y amotinamientos. Téngase en cuenta,
además, que en esas mismas actas legislativas se indican los
contingentes exactos de tropas que el Gobierno queda autorizado para mantener y
se consignan los créditos necesarios para su sostenimiento. ¿Qué ocurriría si
el gobierno inglés se dejase arrastrar a una pugna con la Cámara de los
Comunes? Pues que la Cámara de los Comunes, al finalizar el año, se negaría
sencillamente, a renovar aquella delegación de poderes, y a partir de este
momento el Gobierno no podría mantener un ejército, no podría pagar a sus
tropas, no podría reprimir sus sublevaciones, no tendría autoridad alguna
disciplinaria sobre los soldados, que podrían desertar y desertarían
tranquilamente, sin exponerse a sanción alguna. Más aún. Como se ha dicho a
ustedes, las muting acts señalan anualmente el número de tropas que el
gobierno queda autorizado para mantener. En el último año (1861-62) esta cifra
no excedìa de 99 000 hombres para toda la Gran Bretaña y sus colonias, con la
sola excepción de la India. Como las colonias inglesas son muchas y requieren
grandes contingentes de fuerzas armadas, no será exagerado suponer que la mitad
de estas tropas se destinan a las colonias, quedando la mitad restante en la
metrópoli; es decir, que para una población de veinticinco millones de
habitantes, no se autorizan más que 50 000 hombres armados; como pueden ustedes
comprender, en estas condiciones no es fácil que las tropas hagan frente am la
nación.
Y seguimos
adelante, deduciendo consecuencias y efectos reflejos.
Siendo evidente,
allí, que casi todo el mundo se resistirá a pagar los impuestos, circunstancia
que viene a reforzar infinitamente las perspectivas que ya existían en favor
del pueblo, y como además, según hemos visto, el Gobierno sólo está autorizado,
según la ley, a sostener en pie de guerra, dentro del territorio, un
contingente de Ejercito tan insignificante, el Gobierno inglés no puede estar
nunca seguro de que no le fallen sus propios funcionarios, de que no le fallen
los mismos resortes de poder de que dispone. Fácilmente advertirán ustedes,
señores, que, en la muchedumbre que forman los funcionarios públicos, la
actitud que éstos adopten ante un conflicto semejante dependerá muy
principalmente de la opinión que se formen acerca de cuál de las dos partes
contendientes, el Gobierno o el pueblo, saldrá triunfante de la contienda. Y
así como en la Bolsa el alza o la baja experimentada por los valores depende,
en buena parte, de la opinión que la mayoría de los bolsistas tenga ya, al
abrirse la sesión, respecto a si triunfará el alza o la baja, la conducta de
los funcionarios públicos, y con ella el funcionamiento de un factor muy
importante para el triunfo, dependerá, en buena parte, de la idea que se formen
sobre quién ha de quedar vencedor. Si los funcionarios creen que ha de triunfar
el Gobierno, su conducta será la de funcionarios celosos, enérgicos,
inexorables. Pero si las circunstancias abonan el parecer contrario, se
comportarán de un modo vacilante, inseguro, protestarán, se inhibirán, se
pasarán al enemigo. La cosa no puede ser más natural. Unos, porque no quieren
jugarse el pellejo, otros porque no desean exponerse a la contingencia de
perder su empleo y su sueldo, otros, en fin, porque no quieren aventurar su
posición social. Y como la fuerza real y efectiva del pueblo inglés, cuando el
Parlamento se decide a votar la denegación de impuestos, es tan grande desde el
primer momento, que todo el mundo tiene que creer, quiéralo o no, en su
triunfo, los funcionarios ingleses, puestos en el trance de resistir,
desertarían en masa del Gobierno, y al presidente del Consejo de ministros,
rodeado si acaso de un puñado de existencias catilinarias, de ésas que nada
tienen que perder, no le qúedaria otro camino, si se obstinara en cobrar las
contribuciones por encima de todo, que sacar a la calle los cañones y empezar a
encarcelar gente. Por eso, porque la realidad alli es ésa y no otra, no es
fácil que el Gobierno en Inglaterra ponga nunca a la Cámara en el trance de
tener que llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos. El
Gobierno, colocado ante esa actitud, cederá siempre, y el acuerdo rebelde
quedará reducido, en último término, a las proporciones de una demostración
pacifica.
B) EL CASO DE PRUSIA
Ahora supongan
ustedes que un Parlamento prusiano, por muchos títulos de legitimidad que
tuviera para hactorlo, como los tenía en noviembre de 1848, acordase negar al
Gobierno la cobranza de impuestos.
A nadie se le
ocurrirá pensar que el Gobierno fuese a renunciar por esto a hacer efectivas
las contribuciones. El contribuyente arroja de su casa al agente de arbitrios.
Muy bien. Se le sienta en el banquillo de los acusados, y nuestros jueces,
inconmovibles a pesar de todos los magníficos discursos de la defensa, lo
condenan a tantos y tantos meses de cárcel por resistencia a las órdenes del
Gobierno. El agente fiscal vuelve a presentarse, seguido de un piquete de
soldados, que hacen fuego sobre el contribuyente y sobre los amigos que le
rodean y apoyan sus pretensiones, hiriendo y matando a varios. Seria un iluso
quien pensase en llevar ante los Tribunales a los soldados y al agente
ejecutivo. Ellos se han 1imitado a cumplir las órdenes de sus superiores, y
esto les exime de toda responsabilidad. Imaginémonos, en cambio, que sea el
contribuyente el que dispara sobre el agente fiscal y los instrumentos de la fuerza
armada, hiriendo o matando a algunos de ellos. Le harán comparecer ante los
Tribunales en juicio sumarísimo, y a las pocas horas estará condenado y
ejecutado.
Y como todo el
mundo sabe que las cosas ocurrirán así, como todas las probabilidades hablan o en
contra del contribuyente, no habrá más que una pequeña minoría de hombres de
carácter firme y decidido que se resistan a pagar los impuestos; lo cual, a su
vez, reforzará las perspectivas que el Gobierno tiene de imponerse; y como en
Prusia, además, el Gobierno no necesita que el Parlamento le autorice año por
año a mantener un Ejército de determinadas proporciones, ni necesita tampoco
que las Cortes deleguen en él su poder disciplinario sobre el mismo; y como,
finalmente, nuestro Gobierno no se contenta, como el inglés, con un Ejército de
unos 50.000 hombres para veinticinco millones de habitantes, sino que para
dieciocho millones de población civil solamente, sostiene en pie de guerra un
Ejército de más de 140.000 hombres, con los cuales tiene en sus manos una
magnifica arma para dar cumplimiento a sus órdenes, cualesquiera que éstas sean
-según la nueva organización del Ejército, las tropas en pie de guerra son
todavía más, son cerca de 200.000 hombres-, conseguirá, sin ningún género de
duda, que la inmensa mayoría de los funcionarios se le mantenga fiel ante
semejante conflicto, y así sucesivamente, sin más que recorrer todo el ciclo a
la inversa. Y a la postre, el acuerdo de denegación de impuestos resultará un
fiasco y no habrá servido, si acaso, más que para molestar con persecuciones
judiciales a nuestros mejores ciudadanos, que fue lo que ocurrió en 1848.
De aquí se
deduce, señores, que la denegación de impuestos por el Parlamento, como medida
aislada, no es recurso eficaz más que en manos de un pueblo que tenga ya de su
parte los resortes efectivos del poder organizado, que haya conquistado ya la
fortaleza y dispare desde dentro, pero representa un arma inútil cuando el
pueblo que la maneja no tiene más baluarte que una Constitución escrita y no ha
asaltado aún el arsenal de los resortes efectivos del poder.
Por no haberlo
sabido ver claramente, por no haber parado mientes en esta teoría, fracasó la
Asamblea Nacional de 1848. Para un pueblo que se disponía a asaltar aquella
fortaleza, que no lo había hecho aún y tenía que hacerlo, la denegación de
impuestos por el Parlamento no tenía razón de ser más que si con ella se quería
encender una insurrección general en el país.
Pero en esto,
señores, en un alzamiento armado, espero que nadie pensará, en las actuales
circunstancias; pues por razones obvias que ustedes me dispensarán de exponer
aquí, hoy en día sería quimérico pensar en sacar adelante un movimiento de esta
índole.
No ocurría así,
ciertamente, en noviembre de 1848, cuando el Parlamento votó la denegación de
impuestos. En medio del ambiente de general excitación que entonces reinaba,
pudo muy bien haberse llevado a cabo una insurrección triunfante, y el acuerdo
votado por la Asamblea Nacional hubiera estado muy en su punto, si las Cortes,
siguiendo consecuentemente la línea de conducta iniciada, hubieran decretado el
alzamiento nacional del país. Lo impidió, como saben todos ustedes, aquella resistencia
pasiva, de triste recordación, inventada por un parlamentario.
Pero hoy que la
idea de una insurrección, lo repito, sería completamente quimérica en las
circunstancias dominantes, y en que semejante tentativa no haría más que poner
el triunfo en manos del Gobierno; hoy, sería completamente incongruente pensar
en esgrimir esa arma de la denegación de impuestos.
Si, pues, no
cabe este recurso, ni cabe tampoco, por el momento, organizar una insurrección,
¿qué salida nos queda? ¿O es que estamos totalmente desamparados e indefensos?
3.- Proclamar la realidad de lo que es
No, señores, no
lo estamos. La Cámara posee, por el contrario, un recurso de irresistible
fuerza y eficacia, un recurso que tiene necesariamente, infaliblemente, que
vencer la resistencia del Gobierno.
Este recurso,
que acaso se les hará a ustedes ininteligible, en la fórmula en que voy a
exponerlo, por la sencillez misma de esta fórmula, consiste pura y simplemente
en esto: en que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.
A) El SEUDOCONSTITUCIONALISMO
Para saber lo
que esto significa, para darse idea de la profundidad que se oculta bajo la
sencillez de esta fórmula, tenemos que remontarnos a esta cuestión: ¿Qué es y
cómo nace el seudoconstitucionalismo?
La contestación
que demos a esta pregunta no puede ser dudosa para quien tenga presente lo
expuesto en mi anterior conferencia.
En ella expuse a
ustedes que mientras la propiedad del suelo y la producción agrícola eran la
fuente más importante de la riqueza social en el país y este poder primordial
residía, efectivamente, en manos de los terratenientes de la nobleza, la
Constitución del país tenía que ser necesariamente feudal y la monarquía
hallarse mediatizada.
Expuse a
ustedes, asimismo, documentando mis deducciones paso a paso sobre la historia,
que, al crecer la población y tomar incremento, como consecuencia de ello, la
producción industrial burguesa, el juego recíproco de fuerzas empieza a
desplazarse hacia el campo de la monarquía, hasta que, una vez que la
producción industrial burguesa acaba por convertirse en fuente primaria de la
riqueza social, se implanta la monarquía absoluta, y la nobleza, reducida a la
impotencia, degenera, forzosamente, en elemento decorativo del trono. Y
finalmente, expuse a ustedes cómo al seguir desarrollándose incesantemente,
hasta cobrar proporciones gigantescas, el comercio y la industria, a la par que,
impulsada por este proceso, iba creciendo con pujanza imponente la población,
tenía que sobrevenir un punto en que la monarquía no pudiese ya mantenerse a la
altura de estos avances poderosos de la burguesía, por medio de sus ejércitos
permanentes, y en que la burguesía, sintiéndose verdadero titular del poder
social, pugnase por conseguir que éste se regentase y administrase conforme a
su voluntad; y este momento histórico de la sociedad, en que sus factores
reales de poder se habían ido transformando ya de un modo tan radical, hace
estallar, como decíamos, las jornadas de marzo de 1848.
Pero en aquella
conferencia me preocupé también de advertirles, señores, aduciendo razones, que
la lucha no había acabado, que no podía darse por terminada, ni por asomo, con
el nuevo poder social de la burguesía, por mucho que éste se impusiera,
rompiendo triunfalmente los viejos moldes, como lo hizo el 18 de marzo de 1848.
Les decía, como recordarán ustedes, que el poder social concentrado en manos de
la burguesía, por grande que fuese y por arrollador que fuese, era un poder
desorganizado, inorgánico, mientras que el poder concentrado en manos del
Gobierno, aunque no fuese tan grande, tenía una organización, era un poder
disciplinado y dispuesto para dar de nuevo la batalla a cualquier hora del día
o de la noche; y que, por tanto, si la burguesía no sabia aprovechar rápida y
enérgicamente su ofensiva victoriosa para traer a sus manos aquel poder
organizado que hasta ahora tenía enfrente, el absolutismo sabría y tendría
necesariamente que encontrar el momento propicio para entablar de nuevo la
lucha interrumpida, esta vez victoriosamente, dando la batalla para mucho
tiempo, por grande que él fuese, al poder de la burguesía.
Y así ocurrió,
en efecto, y todos ustedes recuerdan perfectamente la fecha de ese
acontecimiento, que se llama la contrarrevolución de noviembre de 1848.
Ahora bien: ¿qué
hace el absolutismo, después de llevar a cabo una contrarrevolución triunfante
como ésta?
El absolutismo
tiende a perpetuarse, es cierto. ¿Pero se obstinará en perpetuarse, aunque así
sea, retornando a las viejas formas, volviendo a plasmarse en los viejos
moldes, desplegando a los ojos de todos, escueta y desnuda, franca y sincera la
realidad absolutista? ¿Hará añicos la Constitución, para seguir gobernando sin
Carta constitucional de ningún género y sin traba ninguna real ni aparente, que
menoscabe su poder despótico, volviendo a la fase de antes? ¡No, por cierto! No
es tan necio como todo eso. El absolutismo, cuando ha sido abatido una vez,
como lo fue en nuestro país el 18 de marzo, comprende por experiencia que el
poder social inorgánico de la burguesía es, en el fondo, muy superior al suyo,
y que si bien lo ha derrotado en un momento propicio, pasajeramente, gracias a
la gran disciplina del poder organizado de que dispone, la burguesía sigue
representando, a pesar de todo, lo mismo que antes, la supremacía social, todo
lo inorgánica y desorganizada que se quiera, pero la verdadera supremacia; que,
por tanto, de un momento a otro, cuando menos se piense, puede estallar un
nuevo conflicto en que él, el absolutismo, vuelva a salir derrotado, y
derrotado para siempre, si el enemigo sabe, aprovechando la lección del pasado,
explotar mejor esta derrota.
El absolutismo,
tan pronto como cobra conciencia de la supremacía social de la burguesía, tiene
algo así como un vago presentimiento de que, del mismo modo que un hombre sólo
puede engendrar otro hombre, un mono otro mono y todos los seres otros iguales
a ellos y formados a su imagen y semejanza, a la larga, en el transcurso del
tiempo, el poder elemental e inorgánico imperante en la sociedad, acabará por
engendrar, como criatura suya y a su imagen y semejanza, el poder organizado, o
sea una nueva forma de gobierno. El absolutismo tiene, digo, un presentimiento
más o menos confuso de todo esto, pues los hombres de gobierno son, como ya he
dicho varias veces, hombres prácticos que poseen el instinto de saber lo que
las circunstanrias aconsejan. Hay un viejo dicho popular, muy certero, que recoge
esta intuición: es aquel que dice: a quien Dios le da un empleo, le da
también inteligencia para desempeñarlo. Así; los empleos, por la situación
en que colocan a los hombres, engendran en ellos ciertas dotes y cualidades,
aun cuando no las tuviesen antes de ocuparlos. Y no puede ser de otro modo,
aunque los charlatanes no tengan la menor idea de ello, ni de la gran verdad
que en aquel dicho se encierra.
Ya decía el
viejo diplomático Talleyrand (14): On peut tout faire avec les bayonnettes excepté s y asscoir. (Teniendo
las bayonetas, puede hacerse todo, menos sentarse en ellas. Ya se imaginan
ustedes, señores, por qué. Las bayonetas se le clavarían a uno en las
posaderas. Talleyrand quería dar a entender, en esta forma epigramática, que
disponiendo de las bayonetas, el gobernante podía momentáneamente hacer todo
cuanto se le antojase, todo menos convertirlas en un fundamento sólido y
permanente de poder.
Al absolutismo,
por mucho que abuse de su poder no le agrada nada esa existencia precaria de un
régimen que vive en divorcio manifiesto y explícito con los poderes sociales
del país, expuesto a cada momento a que estos poderes se le caigan encima como
una avalancha, y lo aplasten.
Por eso, llevado
de su instinto de conservación adiestrado por la experiencia, echa mano de un
recurso, el único de que dispone para permanecer en el Poder el mayor tiempo
posible: este recurso es el seudoconstitucionalismo.
En qué consiste
el seudoconstitucionalismo, lo saben ustedes.
El absolutismo
otorga una Constitución en que los derechos del pueblo y de sus representantes
quedan reducidos a una porción mínima, privada además de toda garantía real, y
los representantes del pueblo, curados de antemano, por medio de ella, de la
posibilidad o de la ventolera de alzarse contra el rey y declararse
independientes de la Corona. En cuanto un diputado intenta hacer que prevalezca
la voluntad del pueblo contra la del Gobierno, éste procura desprestigiar la
tentativa, aplicándole el mote de parlamentarismo, como si la esencia de
un Gobierno verdaderamente constitucional no residiese pura y exclusivamente en
el sistema parlamentario. Finalmente, el régimen abriga siempre la reserva
mental de que si a pesar de todas estas cautelas, llega un momento en que la
representación popular se decide a votar por su cuenta, sin respetar la
voluntad del Gobierno, este voto será considerado nulo, aunque guardando
siempre, claro está, la apariencia externa y decorativa de las formas
constitucionales.
El absolutisrno,
al dar este paso, disfrazándose de régimen constitucional, avanza un gran
trecho en la defensa de sus intereses y consolida su existencia por tiempo
indefinido.
Si el
absolutismo, por ceguera, se obstinara en mantenerse dentro de los viejos
moldes, sin velos ni envolturas, franca y abiertamente, tendría los días
contados. El divorcio manifiesto, patente, que se abriría entre él y la
realidad social, haría de su derrocamiento la consigna constante y diaria de la
sociedad. La sociedad entera se convertiría, sin poder evitarlo, por la fuerza
de las cosas, en una gran conspiración encaminada a derribar aquella forma de
gobierno. No hay régimen que pueda afrontar a la larga semejante situación. Un
Gobierno puede, si las circunstancias le son propicias, concentrar en un
momento dado sus tropas y lanzarlas al ataque victoriosamente, haciendo
triunfar la contrarrevolución. Pero su situación es más difícil cuando, en vez
de atacar, se ve atacado y tiene que mantenerse a la defensiva ante los ataques
del pueblo. En esta clase de luchas, el atacante lleva casi siempre las de
ganar, por una razón: porque es él quien elige el momento más favorable para el
ataque. Así se explica que en los movimientos politicos de este siglo los
Gobiernos hayan salido casi siempre triunfantes en los golpes de Estado y
derrotados, en cambio, en las revoluciones.
Sin embargo,
puede también ocurrir que el Gobierno rechace victoriosamente el ataque del
pueblo, cuando lo vea venir, cuando lo espere dentro de un determinado plazo,
no muy largo, y pueda contar con él. Lo que el Gobierno no puede, o es para é!
de una dificultad casi invencible, es mantenerse armado y en pie de guerra
épocas enteras, años y años, equipado para repeler un ataque que puede
sobrevenir acaso en el momento más desesperado, en aquel en que más
dificultades y complicaciones se acumulen sobre el Gobierno. Situaciones como
éstas acaban por hacerse insostenibles para el régimen y son, por tanto, desde
su punto de vista, poco apetecibles.
En cambio,
cuando el Gobierno, aun siendo absolutista, sabe rodearse de una apariencia
innocua de formas constitucionales, aunque bajo este manto siga manteniendo el
viejo absolutismo, está en situación ventajosísima, pues la clase predominante
en la sociedad se adormece y queda tranquila, arrullada por la aparente
adecuación que cree felizmente conseguida entre la forma de gobierno y la
voluntad del país. Lo que se trataba de conseguir, aquello por lo que había que
luchar, se cree ya conseguido, y este espejismo aplaca los ánimos, paraliza y
embota las armas y lleva la satisfacción o la indiferencia a las masas del
pueblo. A partir de este momento la conciencia de la sociedad se aleja de la
campaña de oposición al Gobierno, y esta labor queda encomendada única y
exclusivamente a esas fuerzas inconscientes, sordas, que laten y actúan en el
seno de todas las sociedades.
El seudoconstitucionalismo
no es, por tanto -conviene mucho, señores, que no olvidemos esto-, una
conquista del pueblo, sino, por el contrario, un triunfo del absolutismo, con
el cual consigue este mantener su régimen el mayor tiempo posible.
El seudoconstitucionalismo
consiste, según esto, como ya ustedes han podido comprobar, en que el Gobierno
proclame lo que no es; consiste en hacer pasar por constitucional a un Estado
que es, en realidad, un Estado absoluto; consiste en el engaño y la mentira.
B) ¡OBLIGAD AL ABSOLUTISMO A QUITARSE LA
CARETA!
Frente a esta
mentira y frente a este poder, no hay más recurso absoluto e infalible que
descubrir el engaño; el procedimiento es bien sencillo, pues sólo consiste en
destruir una apaciencia, haciendo imposible la continuación de aquellas formas
engañosas y cortando así el paso a sus efectos desorientadores. Consiste en
obligar al Gobierno a quitarse el velo de la hipocresia, presentándose
formalmente ante el país y ante el mundo como lo que en realidad es: como un
Gobierno absoluto.
Es necesario,
decía, y no hay otro medio infalible para triunfar, que la Cámara proclame lo
que es ya una realidad.
Es necesario que
la Cámara, inmediatamente de reunirse, tome un acuerdo encaminado a ese fin,
acuerdo que, para mayor claridad, voy a permitirme esbozar aqui a titulo de
ejemplo.
El acuerdo que
la Cámara debe necesariamente adoptar en su primera reunión, tal y como yo lo
concibo, es el siguiente:
Considerando que
la Cámara ha denegado los créditos necesarios para la nueva organización
militar; no obstante lo cual, el Gobierno, sin preocuparse de ello ni tener en
cuenta para nada el acuerdo tomado, sigue realizando, según reconoce, gastos
encaminados a ese fin; considerando que, mientras esto suceda, la Constitución
prusiana, según la cual el Gobierno no puede en modo alguno proceder a hacer
gastos que no estén autorizados por ambas Cámaras, no es más que unes mentira;
considerando que, en estas circunstancias y mientras esta situación dure, seria
indigno de los representantes del pueblo y supondría una complicidad directa de
éstos en la violación constitucional cometida por el Gobierno, seguir
deliberando y tomando acuerdos con éste, ayudándole de este modo a mantener la
apariencia de una situación constitucional ... la Cámara posuelve suspender sus
sesiones por tiempo indefinido, mientras el Gobierno no aporte pruebas de haber
puesto término a los gastos desautorizados.
Bastaría que la
Cámara tomase este acuerdo para que el Gobierno quedara indefectiblemente
derrotado. Las razones son muy sencillas y van implícitas en lo que acabamos de
decir. Este acuerdo no se sale para nada de las facultades jurídicas del
Parlamento y nada podrían contra él el Poder ejecutivo ni los Trihunales. El
Gobierno, colocado ante esta actitud de la Cámara, no tendría más que una
alternativa: ceder o resistír. Pero, bien entendido que en el segundo caso, y
esto es lo que importa, no le quedaría más camino que gobernar como Gobierno
absoluto, sin cendales y sin Parlamento. No se me oculta que se le ofrecería
una tercera salida: disolver la Cámara. Pero esta posibilidad no merece
siquiera la pena de mencionarse, pues el remedio sería demasiado pasajero para
ser eficaz. Los nuevos diputados saldrían inmediatamente elegidos con la misma
bandera electoral, y la nueva Cámara reiteraria inmediatamente la declaración
de la anterior. Y volveríamos al mismo dilema: el Gobierno tendría
necesariamente que someterse o decidirse a gobernar por toda una eternidad sin
Parlamento. ¿Pero es que podria prescindir lisa y llanamente de las Cortes? No,
no podría. Hay mil razones que lo demuestran. No tienen ustedes más que tender
la vista sobre Europa. A donde quiera que miren, en todas partes, con la única
excepción de Rusia, y eso porque este país vive en condiciones sociales
distintas a las nuestras, se encontrarán ustedes con Estados de forma
constitucional. Ni un Napoleón pudo prescindir de la apariencia formalista
constitucional para gobernar. En el Estado napoleónico funcionaba una Cámara de
diputados. Ya esta sola coincidencia les demuestra a ustedes sobre el terreno
de los hechos que en las condiciones actuales de vida de los Estados europeos
-y mi teoría ha puesto al descubierto el fundamento claro de esto en las
condiciones sociales de poblaci6n y de producción de estos paises- reside una
ley de necesidad que les impide ser gobernados sin guardar las formas
constitucionales. Observen ustedes el caso de Austria, en que tenemos la prueba
más palmaria de lo aquí expuesto. En Austria fue cancelada la Constitución
después de triunfar la contrarrevolución armada del año 1849. No es que los
austríacos fuesen peores ni más contrarrevolucionarios que los otros. Nada de
eso. Lo que ocurre es que el Gobierno austriaco era más candoroso, menos astuto
que el nuestro. No habían pasado más que unos cuantos años, y el Gobierno de la
monarquía austríaca, espontáneamente, sin que el pueblo se rebelase ni exigiese
nada, restauraba, por la cuenta que le tenía, la Constitución. El empleo, para
decido con el dicho que citábamos antes, dio al Gobierno de Austria la
inteligencia, el talento necesario para comprender que, despojado de toda
apariencia formalista constitucional, erigido en Gobierno absoluto claro y
franco, tendría una existencia muy precaria y no tardaría en saltar hecho
añicos.
Díganme ustedes
ahora, si sería posible que Prusia, precisamente Prusia, fuese un islote de
absolutismo declarado en medio de Europa: si es posible que Prusia, con su
pujante burguesía, exista y funcione sin formas constitucionales. Adviertan
ustedes, además, lo débil que es el Gobierno prusiano frente al extranjero; no
pierdan de vista que su posición diplomática en el mundo exterior sería
insostenible, que se hallaría expuesta a los puntapiés más soberbios e
insoportables de los otros Gobiernos ante el menor conflicto, si se atreviese a
afrontar este divorcio declarado y permanente con su propio pueblo, sin acertar
a ocultar sus miserias a los ojos del mundo.
C) GOBIERNO Y PUEBLO
Y no se me diga,
señores, ni se crea, que éste es un razonamiento poco patriótico. En primer
lugar, el político es como el naturalista: ha de observar y contemplar las
cosas como son, sin perder de vista ni una sola de las fuerzas activas
investigadas. El antagonismo de unos Estados con otros, las rivalidades, los
celos, los conflictos en las relaciones diplomáticas, son una fuerza activa
innegable, y, buena o mala, agradable o molesta, no bay más remedio que tomarla
en consideración. Pero, además, señores, encerrado en el silencio de mi cuarto,
entregado a mis estudios históricos, ¡cuántas veces he tenido ocasión de
comprobar del modo más minucioso la gran verdad de que sin estas rivalidades y
celos de unos Gobiernos con otros, que son el acicate que los espolea a
mantenerse a tono con el progreso en el interior del país, no sabriamos en qué
etapa de barbarie nos encontraríamos hoy, y con nosotros el mundo todo! Y
finalmente, señores, no hay que creer que la existencia del pueblo alemán sea
tan precaria y tan mísera que una derrota de sus Gobiernos hubiese de
comprometer seriamente la vida de la nación. Si recorren ustedes, señores, la
historia con cierto cuidado e intima compenetración con lo que leen,
comprobarán que la obra de cultura creada por nuestro pueblo ha sido hasta
ahora tan gigantesca y tan imponente, de tal modo resplandece y es ejemplar
ante el resto de Europa, que nadie puede dudar que nuestra existencia como
nación responde a una necesidad y es indestructible. Si Alemania se viese
envuelta en una gran guerra exterior, es posible que en ella se derrumbasen
todos nuestros Gobiernos, el de Sajonia, el de Prusia, el de Baviera, todos;
pero de los escombros de esa guerra se alzaría como el fénix de sus cenizas,
indestructible y perenne, y esto es lo único que a nosotros nos interesa, el
pueblo alemán.
D) LA SITUACIÓN FINANCIERA
Vuelvan ustedes
ahora la vista, señores, del mundo exteriór a la situación interior del país,
al estado de su hacienda. Hace veinte años, en 1841, bajo el Estado absoluto,
el presupuesto público de Prusia era de 55 mil1ones.
Hoy, en el año
1863, el presupuesto del Gobierno asciende nada menos que a 144 millones. Es
decir, que en menos de veinte años el presupuesto. la carga tributaria, se ha
triplicado.
Un Gobierno que
se ve obligado a presentar semejante presupuesto, un Gobierno que rige los
destinos del pais de ese modo, sin sacar la mano de los bolsillos del
contribuyente, tiene que guardar, por lo menos, la apariencla de que gobierna
con el asentimiento de la nación.
Si en el rég:men
antiguo, en aquel sencillo régimen patriarcal; si con un presupuesto de 55
millones, al que además contribuían con una quinta parte los dominios de la
Corona, bastaba el absolutismo paternal, hoy que el presupuesto es de 144
millones, Prusia no se dejaria gobernar, a la larga, por los ukases de ningún
Gobierno despótico.
E) LA FUERZA DE LA VERDAD
Y sobre todo,
señores, posen ustedes la vista en las conclusiones que anteriormente sacábamos
de nuestra teoría, de que las situaciones concretas que acabamos de examinar no
son más que simples proyecciones sobre la réalidad, y según las cuales el
Gobierno no podria, en modo alguno, abrazar un divorcio sincero y franco con la
realidad social. Si el Gobierno, a pesar de todo, se obstinase en ello, si se
aventurase a seguír gobernando de un modo absoluto, sin Parlamento, ya se
habría conseguido mucho, pues con este reconocimiento sincero, incoado por la
Cámara, de la verdadera realidad, con esta aceptación franca del absolutismo
por el Gobierno, se habría matado una ilusión, se habría desgarrado el velo de
la mentira, los confusos acabarían víendo claro, los indíferentes a las
distinciones sutiles abrirían los ojos y se indignarían, la burguesía entera se
veria arrastrada desde el primer momento a una lucha latente, subterránea, que
minaría los cimientos del Gobierno, toda la sociedad seria una gran
conspiración organizada contra él, y al Gobierno, lanzado por esta pendiente,
no le quedaría más consuelo que ponerse a estudiar astrología para leer en las
estrellas la hora de su muerte inexorable.
Tal es la fuerza
que tiene proclamar abiertamente la realidad de las cosas. Es el arma politica
más poderosa que existe. Fichte dice en una de sus obras que el proclamar la
realidad de lo que era constituía un recurso predilecto del primer
Napoleón, y a él debió, en efecto, este gran estadista una buena parte de sus
triunfos.
Toda acción
política importante consiste en eso, en proclamar la realidad de la cosas, y
comienza siempre así.
Del mismo modo
que la política mezquina y ruin consiste en silenciar y disfrazar temerosamente
la cruda realidad.
F) EL PASADO
Y si yo,
señores, no me esforzase por reprimirlas dentro de lo humanamente posible, en
gracia a la concordia, podría y debería formular aquí acusaciones políticas muy
graves. Hacía ya varios años -desde la nueva era y a la par con ella- que los
órganos del partido popular en la Prensa -y no hay por qué silenciarlo, pues
aunque yo llevara la discreci6n hasta el punto de no apuntar nombres, en
seguida adivinarían ustedes que quería aludir al Volkische Zeitung- venían siguiendo un sistema que no consistía, en puridad, más que en
proclamar lo que no era. Arrancaban de la idea preconcebida de que convenía
esfumar, silenciar y velar las cosas. Por lo visto, creían que lo aconsejable
era persuadir al Gobierno de su carácter constitucional hasta que a fuerza de
decirselo, acabara por creerlo. Se trataba, como se ve, de trabajar al Gobierno
por la mentira, sin advertir que en la vida, como en la historia, todos los
triunfos verdaderos se han alcanzado trabajando, removiendo y sembrando con la
verdad. Estos paupérrimos de espíritu no se daban cuenta de que sin advertirlo,
se estaban convirtiendo en hombres de Gobierno, no sólo en lo que respecta a
los medios empleados, sino también en lo que se refería a los resultados conseguidos.
En lo referente a los medios empleados, estos medios eran exactamente los
mismos que los que hemos visto que empleaba el absolutismo embozado en la capa
del seudoconstitucionalismo: proclamar lo que no es. Y en lo que se
refería a los resultados conseguidos, porque estos paupérrimos de espíritu no
veían que para engañar al Gobierno desde sus columnas, haciéndole creerse
constitucional, tenían que predicar día tras día la misma mentira al pueblo,
hasta que esta mentira acabara infiltrándose en él. Y no veían, además, esos
paupérrimos de espíritu, que estas mentiras lo único que conseguían era hacer
que el Gobierno se envalentonase, asombrado casi ante sí mismo del crédito y
del nimbo de que se le rodeaba, de aquella aureola de una nueva era con
que le ceñían la frente, empujándolo poco a poco por la senda del seudoconstitucionalismo,
tan suave y andadera, hasta llegar, por último, a la meta de sus exigencias
militares. Estos paupérrimos de espíritu, que no hacían más que clamar dla tras
día desde sus artículos de fondo contra ia inmoralidad, no veían que la mentira
es un recurso profundamente inmoral, un arma que en las luchas politicas puede
favorecer a las malas artes maquiavélicas del Gobierno, pero que jamás redunda
en provecho del pueblo.
Estos paupérrimos
de espíritu, señores, son los que tienen, en grandlsima parte, la culpa del
giro que han tomado las cosas.
Fueron ellos los
que a los gritos de: ¡Unos caballeros! ¡Los ministros son unos caballeros!
¡Hay que tener confianza en los ministros! movieron a la Cámara desde sus
artkulos de fondo a aprobar los créditos provisionales solicitadós por un
Gobierno seudoconstitucional para la organización del Ejército, y que
entonces le hubiera sido mucho más fácil al Parlamento denegar. Ellos fueron
los responsables de que se implantase la organización militar, que sin aquellos
créditos provisionales no hubiera podido acometerse, y que nos ha traido a esta
gravisima situación.
¡Paz al pasado!
Paz al pasado,
sí, pero cuidémonos, combatiendo con redoblada e intransigente energía, de que
en esta grave batalla del presente no se siga engañando al pueblo y hurtándole
sus derechos por medio de una politica de disfraz y de mentira. He expuesto a
ustedes el único medio seguro e infalible que daría a1 pueblo el triunfo.
Luchen ustedes ahora por conseguir su aplicación. Es menester establecer un
intercambio de influencias entre los diputados y la opinión pública. Lancen
ustedes este recurso que aquí hemos descubierto como consigna de agitación.
Propáguenlo ustedes, luchen por él, hasta ganar el convencimiento de la gente,
entre sus amigos, en todos los lugares públicos y privados que frecuenten,
dentro del radio de acción a que lleguen sus influencias. Consideren como
adversario, consciente o inconscientemente, de la buena causa, a todo aquel que
lo repudie. Este recurso es el unico de que la Cámara dispone. Dígaseme si
dispone de algún otro. La Cámára incurriría en la más lamentable y absurda
ilusión si creyera que por continuar deliberando con el Ministerio y desautorizándole
otros créditos, aunque se los desautorizara todos, iba a vencer sin
resistencia. El Gobierno, que no tuvo inconveniente en pisotear la primera
denegación de la Cámara, indiscutiblemente legítima y constitucional, pasando
por encima de ella como si no existiese, ¿cómo va a respetar, por qué va a
hacer más caso de una segunda, de una tercera o de una cuarta votación? Lejos
de eso, se irá acostumbrando a considerar inexistentes todos aquellos acuerdos
del Parlamento que no le agraden. Se irá acostumbrando el Gobierno, y se
acostumbrará también el pueblo. Este dulce hábito de despreciar los acuerdos
desagradables de las Cámaras arraigará y en el pueblo -y con razón- con más
fuerza aún y en más alto grado que en el Gobierno. Una Cámara que se resignase
a ver pisoteados sus acuerdos constitucionales, que siguiese deliberando y
colaborando con el Gobierno como si nada hubiera ocurrido, que siguiese
desempeñando tranquilamente el papel que le repartieron en la comedia del seudoconstitucionalismo,
se convertiría en el peor cómplice del Gobierno, pues de este modo le
permitiría seguir aplastando, bajo la perdurable apariencia de guardar las
normas de la Constitución, los derechos constitucionales del pueblo. La Cámara
que así procediese sería más responsable y merecería mayor castigo que el
Gobierno. Pues no es mí enemigo quíen mayor castigo merece, síno quien,
llamándose mi representante y teniendo por misión defender mis derechos, los
vende y los traiciona.
III.- ¡NADA DE PACTOS!
Pero aún seria
peor, si cabe, que la Cámara se aviniese ante este conflicto a lo que llaman
una transacción, a base, por ejemplo, de fijar en dos años el tiempo de
permanencia en filas. Contra esto, señores, es contra lo que deben ustedes
alzar la voz con especíal energía. No hay transacción posible ante la cuestión
que aquí se debate. Si, por ejemplo, el Gobierno brindase a la Cámara, como
fórmula de avenencia, la de señalar en dos años el tiempo de servicio activo y
la Cámara se prestase a ello, los intereses del país quedarían abandonados y
traícionados en un punto que, aunque ímportante de suyo, no lo es tanto sí se
lo compara con la cuestión enfocada en su totalidad. Pues sí se aceptase la
organización militar con esta limitación de dos años de servicio actívo, lo que
se haría sería escamotear la milicia nacional -en la que reside la verdadera
fuerza defensiva del país-, convirtiéndola en reserva de guerra, bajo el mando
de oficiales de línea. Y el país se quedaria sin milicia nacional. Junto a este
problema capital, en que se juega la milicia nacional del país, la cuestión de
saber si el tiempo de permanencia en filas será de dos o tres años, incluso la
cuestión de los gastos, quedan reducidas a la nada.
Mas tampoco, en
último término, es el problema de la milicia nacional el problema candente y
primario que aquí se discute.
El problema que
ha pasado a primer término, por virtud del giro que tomaron las cosas, es el
problema constitucional de principio. ¿Está el Gobierno obligado a poner fin a
los gastos que la Cámara se negó a autorizar? Pues el Gobierno, pese a la
repulsa de la Cámara, continúa desarrollando sus planes de gastos como si
aquélla no existiese. Si en estas condiciones, la Cámara se aviene a un pacto,
cualquiera que él sea, a éste de la limitación del tiempo de permanencia en
filas o a cualquier otro, ya no estariamos ante un pacto, ante una transaccion;
estariamos ante la bancarrota total del derecho público. Si asi aconteciera, se
habria instaurado con toda felicidad la práctica constitucional
bismarckiana: en todos los conflictes planteados entre el Gobierno y el derecho
de las Cámaras amparado por la Constitución, son éstas las que tienen que
ceder. Y triunfaria de este modo el sistema de los precedentes. Por eso tienen
ustedes que considerar, sin ambages, como un enemigo consciente o inconsciente,
y como inconsciente doblemente peligroso, de la buena causa a todo aquel que
les hable a ustedes de pactos, concesiones o avenencias en este punto.
Pero además de
ser infalible, nuestro recurso, señores, no encierra ningún peligro, no puede
causar ningún mal. A nadie puede acarrear daño, pues si el Gobierno -esto está
al alcance de cualquiera- se siente tan decidido a replegarse sobre el
absolutismo, que no quiere ceder aunque la Cámara haga aquella declaración y
sigue gobernando sin Parlamento, por procedimientos absolutistas francos y
sinceros, es evidente que la Cámara carecerá de fuerza, con mucha más razón,
para desalojar al Gobierno de la trinchera del seudoconstitucionalismo
absolutista y obligarle a ser un Gobierno real y verdaderamente constitucional
con esa táctica de transigencia, y de colaboracionismo; con eso, no se
conseguirá más que permitir al Gobierno que siga representando ante el país y
ante el mundo la comedia del constitucionalismo de mentirijillas; la comedia de
este régimen que es mucho más funesto que el absolutismo sin careta ni disfraz,
pues extravía la inteligencia popular y deprava, como deprava todo sistema de
gobierno basado en la mentira, la moral del pueblo.
El remedio que
propugnamos es, pues, en todo caso, innocuo para el país. Lo es también para
los diputados que han de aplicarlo y que para ello no necesitan de gran
violencia, pues les basta con un poco de energía y claridad de juicio. El único
sacrificio que les impone, en el peor de los casos, es renunciar al prestigio
de una posición oficial.
Y finalmente el
remedio es, como ya les he dicho, sencillamente ineludible e indefectiblemente
eficaz. Por eso hay que pensar que el Gobierno, si ese remedio se aplica,
retrocederá ante él.
Pero podría
también ocurrir -y con esto no saldrían ustedes, señores, perdiendo nada- que
el Gobierno no cediese instantáneamente, sino que se obstinase en seguir
gobernando sin Cámara durante algún tiempo. Y digo que con esto no saldrlan
ustedes perdiendo, porque la humillación del Gobierno ante la majestad del
pueblo sería tanto mayor cuanto más tardase en verse obligado a retroceder. Y
el acatamiento que no tendría más remedio que hacer al poder social de la
burguesía, como potencia superior, sería tanto más rendido cuanto más tardase
en volver sobre sus pasos para doblegarse ante la Cámara y el pueblo.
Entonces serían
ustedes, señores, quienes habrían de dictar las condiciones de vencedor a
vencido. Y ya nada les impediría exigir e imponer el régimen parlamentario,
fuera del cual, no hay ni puede haber más régimen que el seudoconstitucionalismo.
Nada de perder la cabeza con vértigos reconciliatorios. Me parece que ya tienen
ustedes experiencia suficiente para saber lo que es el absolutismo. Nada de
nuevos pactos y transacciones; con este enemigo no hay más que un argumento:
las manos al cuello y la rodilla sobre el pecho.
Carta abierta
Por Fernando Lassalle
Advertencia preliminar
El 7 de febrero
de este año apareció en La Reforma de Berlín, un articulo
editorial que me movió a dirigir a este periódico la carta que más abajo se
reproduce, suplicando su inserción.
La Reforma de
Berlin, que se tiene por radical, se negó a
publicarla.
En vista de
esto, envié la carta al Vossische Zeitung, haciendo
constar que si la Redacción, contra lo que yo esperaba, tenia algún
reparo en insertarla en forma de artículo, le rogaba que la publicase como
anuncio, pasándome la cuenta con arreglo a las tarifas de publicidad. A mi
carta contestó la Redacción del Vossische Zeitung en los siguientes términos:
Estimado señor
nuestro:
Lamentamos mucho
no poder publicar en ninguna de las formas que nos propone, el articulo que nos
envía y que adjunto le devolvemos, por entender que contiene ciertos pasajes
que podrían dar lugar a reparos con arreglo a las leyes de imprenta.
Los reparos que
se pretextaban sólo eran, naturalmente, eso, un pretexto. El articulo no
contenia nada que pudiese justificar su persecución ante los Tribunales -aparte
que la responsabilidad sólo hubiera recaído sobre mi como firmante-, y no es de
creer que al periódico le asustase la perspectiva de que la policia pudiera
recoger cualquiera de los suplementos no politicos en que pudo haber metido
como publicidad el artículo en cuestión.
Esa es la
libertad de Prensa que otorgan a la democracia los órganos berlineses del
partido progresista, en cuanto se trata de algo que no encaja en la ideología y
en la lógica de su partido.
Ahogar,
silenciar, reprimir todo lo que se salga del baratillo de ideas del partido
progresista; tal es la táctica de ese partido y de sus órganos.
No en vano
ninguno de esos periódicos -ni, con ellos, el progresista Rheinische
Zeitung- se presto a reproducir la declaración con que
uno de estos días explicaba el diputado Martiny las razones que le impulsaron a
renunciar al acta, pura y simplemente porque desentonaban a los oídos del
partido progresista.
Ir a llamar a
las puertas del señor Zabel -Nationale Zeitung- hubiera sido más que ganas de perder el tiempo, sabiendo, como yo sabia
por anteriores experiencias, que nadie le puede arrebatar a este periódico la
maestría en el arte de silenciar y ahogar.
Durante un
momento, pensé -¡a esto ha llegado la democracia en Prusia, acosada por la
conspiración de la coterie progresista que la rodea!- si debía enviar la
carta a la Kreuzzeitung, apelando a la
cortesia del enemigo para buscar en sus columnas la hospitalidad que me negaban
los periódicos del partido del progreso.
Pero luego,
recapacité que no tenía por qué dar este gusto a las artes calumniadoras del Volkische
Zeitung. Me quedaba todavía un camino: éste que sigo
aqui, publicando la carta en forma de hoja.
F. LASSALLE
Berlin, 13 de febrero de 1863.
DERECHO Y PODER
Estimado señor
director:
En el articulo
editorial de La Reforma de Berlín, del 7 de
febrero, sobre el mensaje de la CAmara alta, aparecen las siguientes palabras:
El conde de
Krassow coincide con Lassalle en entender que el conflicto planteado es una
cuestión de poder.
Como es sabido,
fue el Volkische Zeitung quien dio lugar
al equivoco de que en mis conferencias sobre la Constitución se profesaba la
teoría de que el poder debia anteponerse al derecho. Tampoco entre el público
faltaron cabezas confusas que abrazasen esta ingeniosa interpretación, dando a
entender, por lo visto, que el señor Bismarck, con su política, no hacía más
que poner en práctica como una doctrina mis enseñanzas.
Las palabras
transcritas pueden, por la forma en que están concebidas, contribuir a reforzar
en otros este equívoco. Y por muy duro que a uno le resulte ante
manifestaciones tales, hacer otra cosa que alzarse de hombros y sonreír, no
quiero dejar pasar la ocasión sin hacer aquí algunas breves observaciones.
Si yo hubiese
creado el mundo, es muy probable, probabilisimo, que, por lo que a este punto
concreto se refiere, y a título de excepción, lo hubiera organizado ajustándome
a los deseos del Volkische Zeitung y del conde de
Schwerin (15); es decir, de tal manera,
que el derecho mandase sobre el poder. Pues así es, en efecto, como
cumple a mis exigencias morales y a mis deseos.
Desgraciadamente,
no me cupo a mi en suerte crear el mundo, y así, no tengo más remedio que
declinar toda responsabilida, lo mismo en lo que toca a las alabanzas que en lo
que respecta a las censuras; por su actual organización.
Se olvida que
mis conferencias no se proponen precisamente exponer y desarrollar lo que
debiera ser, sino lo que real y verdaderamente es; que no pretenden ser
disquisiciones éticas, sino investigaciones históricas.
Por eso, aun
siendo evidente que el derecho debía prevalecer sobre el poder, tienen que
resignarse a la evidencia de que en la realidad ocurre lo contrario, que es
siempre el poder el que prevalece sobre el derecho y se le impone y lo sojuzga,
hasta que el derecho, por su parte, consigue acumular a su servicio la cantidad
suficiente de poder para aplastar el poder del desafuero y la arbitrariedad.
En aquellas
conferencias se demuestra que históricamente es y ha sido siempre así, a la par
que se ponen de relieve -como no puede menos de hacerlo una teoría- las razones
internas que determinan el que en la realidad el poder prospere sobre el
derecho desnudo y escueto; pero una investigación histórica cuya finalidad se
reducia a patentizar lo que es, y tal y como es, no tenía por qué entrometerse
a decir lo que, con arreglo a la conciencia subjetiva del investigador, debiera
ser. Dejemos a un lado aquellas razones teóricas profundas, para atenernos a lo
que los hechos históricos demuestran y abonan. Y puesto que nos encontramos en
la semana de los sucesos patrióticos, permítame usted evocar unos
cuantos recuerdos y formular unas cuantas preguntas que afectan a nuestra
patria.
¿Prevaleció el
derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando, en el mes de
noviembre de 1848, fue disuelta por las bayonetas la Asamblea nacional?
¿Prevaleció el
derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando la Cámara convocada
para revisar la Constitución fue disuelta de nuevo en el año 1849, a pesar del
articulo 112 de la Carta otorgada?
¿Prevaleció el
derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando en el mes de junio de
aquel mismo año fue abolido el derecho de sufragio universal reconocido y
sancionado por la ley, para implantarse por decreto el sistema electoral de las
tres clases?
¿Prevaleció el
derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando este decreto
electoral de las tres clases fue sancionado legislativamente por una Cámara
elegida en virtud del mismo, siendo así que, en derecho, sólo lo podía
sancionar una Asamblea elegida por sufragio universal, con arreglo a la ley que
seguía rigiendo?
¿Prevaleció el
derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho cuando una Asamblea elegida
por este sistema ilegal de las tres clases, en la que se congregaban un puñado
de notables, pero que no era ni mucho menos, la representacIón legal del país,
se atrevió a sancionar aquella ley electoral y una Constitución, sin tener la
menor competencia juridica para hacerlo?
Y ahora,
¿prevalece el derecho sobre el poder o el poder sobre el derecho, cuando una
vez más, como la Cámara ha declarado, el Gobierno viola la Constitución,
mantiene con sonrisa impasible sus medidas, y el Parlamento, a pesar de todo,
se resigna y sigue prestándole, por el mero hecho de mantenerse reunido, una
apariencia constitucional?
Me parece que a
la vista de todos estos hechos, no habrá nadie que dude que en la realidad, el
poder se impone al derecho desnudo y escueto, y no al revés.
Mas tampoco
puedo por menos de declinar el honor de contar entre mis discípulos a los
señores Bismarck y conde de Krassow.
El que actúa
tiene que cargar con la plena responsabilidad de sus actos ante la moral y el
derecho. A esa responsabilidad es ajeno el investigador teórico de la historia,
que sólo se cuida de poner de relieve la realidad objetiva, destacando las
leyes a que responde, sin preocuparse de lo que debiera ser. En el historiador,
su punto de vista subjetivo, ético, no se identifica con el contenido de sus
investigaciones, como se identifica en quien actúa con el contenido de sus
actos. El señor Bismarck no hace más que confirmar, con su modo de gobernar, lo
que yo me había limitado a poner históricamente de manifiesto como una
realidad. Lo cual no quiere decir que yo le haya dado las normas éticas a que
había de ajustar su actuación.
¿Y qué
significa, ante la evidencia de lo que queda dicho, el júbilo devoto con que la
Cámara acogió la declaración del conde de Schwerin, asegurando que en el Estado
prusiano el derecho prosperaba sobre el poder? Buenas intenciones, y
nada más. Esa declaración tendría un valor solemne si se tratase de hombres
resueltos por encima de todo a someter el poder a los mandatos del derecho.
Pero no es así.
¿Cómo un hombre
como el conde de Schwerin, que intervino personalmente como diputado y coma
ministro en la mayoria de las violaciones de derecho que acabamos de enumerar,
se atreve a decir que el derecho está por encima del poder?
Nadie,
absolutamente nadie, tiene derecho a hablar de derecho en el Estado prusiano,
más que la democracia, la antigua y verdadera democracia, la única que se ha
mantenido siempre fiel al derecho, sin humillarse a pactar con el poder.
El conde de
Schwerin no tiene derecho a hablar de derecho, habiendo tomado parte activa en
la mayoría de sus violaciones.
El Volkische
Zeitung no tiene derecho a hablar de derecho, habiéndose
pasado varios años aceptando la constitución de los notables y todas las
violaciones de derecho que enumerábamos, y no sólo aceptándolas, sino más aun,
ensalzándolas y glorificándolas.
El señor von
Unruh no tiene derecho a hablar de derecho, cuando entre las actas finales de
la Asamblea nacional de 1848 figura una protesta firmada por él, en que abjura
solemnemente de todo lo que ahora predica declarándolo nulo e ilegal.
El partido
progresista no tiene derecho a hablar de derecho cuando acepta de buen grado su
más flagrante violación.
La democracia
-¡y de ello se siente orgullosa!- es la única que tiene derecho a hablar de
derecho, porque es también la única que jamás ha sancionado ni una sola de sus
violaciones.
¡Cuántas veces
nos habrán reprochado el Volkische Zeitung y otros
periódicos de esa cuerda que sólo éramos unos fanáticos abstractos del
derecho! Ahora giran en redondo y nos acusan de ser unos fanáticos del
poder, de defender una política de fuerza. No hay tal cosa. La democracia no se
ha apartado nunca ni un punto de lu línea del derecho. Es el Volkische
Zeitung, son el conde de Schwerin, el señor van Unruh y
el partido progresista, quienes dejan abandonado al derecho para conseguir en
la transacción unas migajas de poder. Pero las cuentas les han salido erradas.
Han soltado la prenda del derecho, pero de ese poder que habían de recibir a
cambio de su claudicación no les han tocado, como era justo y natural, más que
los puntapiés.
Sólo en la
democracia reside el derecho, en toda su plenitud, y en ella residirá también
pronto, en toda su integridad el poder.
Para que sirvan
de orientación a muchas cabezas confusas, en esta época de confusión, le
agradecería, estimado señor director, así como a todos los demás periódicos a
quienes cabe considerar capaces de esta obra de equidad, que reprodujesen las
anteriores líneas.
Su afmo. s. s.
Notas
(1) Un incendio famoso ocurrido en el año 1842 y que redujo a cenizas
una parte considerable de la ciudad.
(2) Recordemos que esta conferencia fue pronunciada en 1862.
(3) Notables y poderosos industriales prusianos.
(4) El 1º de abril de 1848 se había prometido al pueblo de Berlìn,
alzado revolucionariamente, una ley que sancionara el sufragio universal.
Después del golpe de Estado del 5 de diciembre de 1848, la monarquìa otorgó al
país, el 30 de mayo de 1849, el sistema electoral de las tres clases, que se
mantuvo en vigor hasta la revoluciòn de 1918.
(5) En efecto, 2 691 950 entre 153 808, nos da un igual a 17.5.
(6) Se refiere a la Constitución prusiana del 5 de diciembre de 1848,
resp. del 31 de enero de 1850.
(7) Alusión a aquella frase altisonante pronunciada por Friedrich
Wilhelm IV el 11 de abril de 1847, en un mensaje de la Corona: Me creo
obligado a hacer aquí la solemne declaración de que ni ahora ni nunca permitiré
que entre el Dios del cielo y mi país se deslice una hoja escrita a guisa de
segunda Providencia
(8) 1713-1740.
(9) Glosa marginal del rey: Afirmaré la soberanía como una roca de
bronce.
(10) En 1926 el censo de Berlín arrojaba 4,02 millones de habitantes.
(11) Verso del poeta de la guerra de independencia, Teodoro Kórner
(1791-1813).
(12) Como es del conocimiento generalizado, en sí la Comuna de París,
concretamente lo sucedido el 18 de marzo de 1871, tuvo su piedra de toque
en el momento en que la autoridad gubernamental pretendió retirar a la milicia
nacional de París su artillería, siendo entonces cuando el pueblo,
mayoritariamente, hubo de oponerse a esa intentona de desarmarle.
(13) Téngase en cuenta que no fue sino hasta el año de 1863 que en
Alemania se fundó, por el propio Lasalle, un partido obrero.
(14) Ministro de Napoleón (1754-1838).
(15) Se refiere al conde Schwerin, un viejo liberal, quien llegó a
enfrentarse a Bismarck en la Cámara el 27 de enero de 1863, sentenciando que a
la larga, la dinastía prusiana sólo se mantendría en el trono con este aximoma:
el derecho prevalece sobre el poder. Bismarck le respondió señalándole que
no se habían interpretado en forma correcta ni sus palabras ni sus acciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario